No tenía ningún motivo para ello. Pero vivía aterrorizada.
En cualquier momento, sin avisar, sin motivo aparente, aparecía una
imagen en su mente que rompía toda la armonía, que lo estropeaba lodo.
Por ejemplo, este verano. Era un día soleado, de piscina, de niños
jugando, un día ideal, en una palabra. Se quedó dormida. Influyó en ello
este sol, adormecedor, el aperitivo, el bienestar. Los niños jugaban,
tranquilamente.
De repente, despertó sobresaltada. Había un extraño silencio a su
alrededor, que contrastaba profundamente con el bullicio anterior. No se
movía ninguna hoja de los árboles, el agua estaba extrañamente calmada.
Ningún ruido turbaba una paz que, de ningún modo, correspondía a una
mañana de agosto en un complejo de apartamentos de Menorca.
Sobresaltada, quiso gritar. Ningún ruido salió de su boca. Quiso
moverse, hacer algo. Pero todo estaba quieto, parado y silencioso, como
ella, y no se veía a nadie allí.
La sensación de ahogo, de impotencia, la embargó. Y estuvo así un rato, un momento eterno, que parecía no acabar nunca.
Cerró los ojos, al fin, un minuto. Y al abrirlos de nuevo, todo había
vuelto a la normalidad. Los niños jugaban, el agua no estaba calmada ni
por un momento, la gente bordeaba la piscina, se lanzaba a ella. Había
vuelto al mundo real, al que conocía. Tomó un sorbo rápido de su
aperitivo, se aseguró de no cerrar los ojos de nuevo, y siguió
disfrutando del verano, sin dejarse avasallar por las imágenes extrañas.
Pero hubo más veces. Antes, y después de ésta. Y algunas muy
extrañas. Casi irrepetibles. De hecho, prefería no acordarse de ellas,
pues eran demasiado terroríficas. Pero no podía evitar que, de vez en
cuando, le volvieran a la memoria, le quitaran el sueño durante la
noche.
Recordaba una en especial. Era de noche. Una noche lluviosa, oscura como pocas. Conducía cansada ya, con ganas de llegar a casa.
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