Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas
funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y
butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no
interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los
distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban
la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un
bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario,
donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al
actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se
hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.
Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante
que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una
indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a
la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia,
recibiendo su merecida corrección.
El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente
a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro
saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos,
hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.
El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie
sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto,
se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo...
que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una
fila de butacas.
—¡Canalla! —dijo una voz femenina.
—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?
—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.
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