Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento disponibles | pág. 20

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Bienaventuranza

Armando Palacio Valdés


Cuento


En la plaza de la villa se celebraba el mercado semanal los lunes. Allí se congregaban las campesinas de los contornos con sus cestas repletas de huevos y frutas y manteca. Gritaban las aldeanas ofreciendo sus mercancías, gritaban más alto aún las obreras y domésticas de la villa ofreciendo por ellas precios irrisorios, piaban las gallinas, gruñían los cerdos, mugían los terneros, relinchaban los potros. Todos estos ruidos envueltos llegaban hasta mí como un sordo rumor que me producía somnolencia.

Los lunes por la tarde no teníamos escuela a causa del mercado. El Municipio dejaba generosamente al maestro todo este tiempo para proveerse de comestibles. No necesitaba tanto.

En casa no querían que saliese a la calle, por miedo a los coches, a los borrachos, a las brujas, etc. Tampoco querían retenerme dentro de ella, porque molestaba con mis juegos ruidosos. Adoptábase un justo medio; me enviaban al almacén.

Era éste una vasta pieza vacía y polvorienta, con ventana abierta al soportal, pues la calle era de arcos, como otras muchas de la villa en que habitábamos. Prohibición absoluta de saltar por esta ventana al soportal. Llevaba, pues, mi pelota, mi peonza, mi escopeta de muelles, y me entretenía lo mejor posible en aquellas largas horas vespertinas. De vez en cuando me acercaba a la ventana, apoyaba los codos en el alféizar, y miraba cruzar a los transeuntes.

El único que me interesaba entre ellos era Nabor, mi amigo Nabor, un niño rechoncho y mofletudo que pasaba tristemente hacia su clase de latín con los libros bajo el brazo. Sólo tenía un año más que yo, y había asistido conmigo a la escuela hasta hacía poco tiempo; pero, debiendo partir en breve al Colegio de Artillería, sus padres le habían sacado de ella para que aprendiese latín, convencidos tal vez de que sin entender a Virgilio no dispararía jamás bien un cañón.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 56 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Blanca

Tomás Carrasquilla


Cuento


Dedicatoria

A las Damas de Medellín

I

Es entre monumento y parque. Alzase imponente; se extiende blanqueando sobre el pretil de un granado. La caja en que le vino a papá El Médico Práctico es la base; el primer cuerpo, el molde de hojalata, alto y estriado, en que mamá funde budines y natillas; el segundo, un tarro de salmón; forma el cimborio una tacita de porcelana boca abajo; y por remate y coronamiento de tan estupenda construcción, se yergue, blanca, estirada, las manitas puestas, el rostro al cielo, la "Virgen María" de terracota, regalo de "Maximito hermoso". Espesuras de cogollo de hinojo, cármenes de fucsias y de heliotropios, macetas en cascarones de huevo rodean el grandioso monumento.

Aún no está satisfecho el genio creador que lo levanta. Como Salomón el Templo Santo, quiere embellecerlo con todas las riquezas imaginables. Corre al jardín, y, sin temer espinas ni gusanos, troncha con los dientes ratonescos capullos de rosa imperial, y desguaza con aquellas manitas que con las flores se confunden, copos de caracucho blanco y de albahaca. Vuela al corral, y recoge cuanto plumón dejaron gallinas caraqueñas y palomas. Jadeante, las mejillas encendidas, volandero el cabello, cogido el delantal con ambas manos, por no perder un ápice del riquísimo botín, torna a la obra, y frisos, cresterías, cornisones surgen en aquel rapto de inspiración.


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Dominio público
26 págs. / 46 minutos / 787 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

¡Blanco!

Silverio Lanza


Cuento


Al gatillo le mueve un dedo; al dedo, un músculo; al músculo, un nervio; al nervio, la voluntad, y á la voluntad la sensación producida por un agente externo. Cuando este agente recibe un balazo es que se suicida.


Mi Silverio se entretiene en el jardín tirando con una escopeta de salón. He recortado el sello de un pliego de tres reales, que afortunadamente no sirvió, y lo he colocado sobre el boton de la plancha; para que mi hijo atine más fácilmente.

Silverio, ayer tarde, se desesperaba.

—Yo creo que he dado en el sello.

—Te equivocas; hubiera salido el mono.

—O no.

—Fatalmente. Y recuerda la máxima: cuando no salga, no has dado; y cuando veas salir súbitamente un monigote con mucha arrogancia, es que has hecho blanco.

—¿Y tiro sobre él mono?

—Nunca: siempre al blanco, y afinando.

—Eso se dice, pero...

—Figúrate que el monigote que está oculto allí es un miserable que calumnia á tu madre, un cobarde que se venga de mis desprecios, privándome de mis bienes y de mi libertad, y un malvado que ampara á los niños robándoles su hijuela y su alegría. Es preciso desenmascarar á ese traidor; es preciso que hagas blanco y que aparezca ese canalla; va en ello la felicidad de este hogar. Apunta, Silverio.

El chiquillo tendió el arma, inclinó sobre la culata la hermosa cabeza y apuntó.

—No tengas prisa: siempre á tiro hecho.

Atendí, porque me interesaba conocer cómo los músculos de mi hijo obedecían á sus nervios.

Silverio apuntó medio minuto, y después echó á correr, dió con la culata en el sello, y se quedó amenazando al aparecido monigote.

—Pero, chico...

—Déjeme usted; cuando sepa tirar haré otra cosa, pero ahora, aunque sea á culatazos.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 47 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Bocoy de Caña

Javier de Viana


Cuento


Santos La Luz fué una equivocación de la naturaleza. Poseía cualidades sobresalientes, pero sin aplicación posible en el medio hostil donde nació y del cual no podía evadirse.

Carecía de músculos para poder traducir en hechos lo que su inteligencia concebía. No erraba nunca un tiro de lazo, pero, sin fuerzas para sujetar al bruto, la res se iba siempre, con lazo y todo.

Le sobraba coraje; pero su valor sólo le servía para hacerse golpear,—lastimar a veces,—por los otros, que eran más fuertes.

Tenía un cuerpo pequeño, de gracilidad femenina. Su rostro era bello, delicado, denunciando inteligencia en la frente amplia, con los ojos llameantes y en los labios de expresiva movilidad.

Una flor, un pájaro.

Como leía cuanto papel impreso caía en sus manos, sabía mucho; y como sus ocupaciones eran pocas, dedicaba largas horas al cultivo de las facultades intelectuales, perfectamente inútiles en el agreste escenario donde le tocó actuar.

Poeta y músico y cantor, componía tiernas endechas, las musicaba y las cantaba en la guitarra con arte y con pasión.

Los gauchos, cuando no tenían nada que hacer, cuando los temporales les obligaban a permanecer ociosos «verdeando» en el galpón, lo obligaban a cantar. No le obligaban: él accedía, gustoso de demostrar su superioridad en algo.

Cantaba con el alma, diciendo cosas muy lindas en frases muy torpes; y cuando esperaba tener subyugado por la emoción al auditorio, alguno exclamaba en voz alta:

—¡Le digo qu'el malacara 'e Robustiano no le hace ni la cola al overo de Umpierrey!

—¿En trescientas varas?

—Ni en veinte.

Y otro del grupo:

—Che, Feliciano, a ver si me devolvés el sobeo que te presté l'otro día!...

Nadie le hacía más caso que el caso que allí se hacía a los pájaros y a las flores. Y él sufría.


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2 págs. / 4 minutos / 31 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Bohemia en Prosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.

Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.

—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.

Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 66 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bola de Sebo

Guy de Maupassant


Cuento




Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos el terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.652 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Bondad de la Plegaria

Juan Valera


Cuento


El boticario del lugar era un filósofo racionalista y descreído. Apenas había acto piadoso que él no condenase como superstición o ridícula impertinencia. Contra lo que más declamaba, era contra el rezo en que se pide a Dios o a los santos que hagan alguna cosa para cumplir nuestro deseo. La censura del boticario subía de punto cuando trataba de plegarias que iban acompañadas de promesas.

Según es costumbre en los lugares, en la trastienda de nuestro boticario filósofo había tertulia diaria. Allí se jugaba al tresillo, a la malilla y al tute, se leían los periódicos y se hablaba de religión, de política y de cuanto hay que hablar.

El señor cura asistía también en aquella tertulia, pero esto no refrenaba el prurito de impiedad del boticario, sino que le excitaba más en sus disertaciones, a fin de que el señor cura se lanzase a la palestra y disputase con él.

El señor cura distaba no poco de ser muy profundo en teología, y cuando no se preparaba escribiendo de antemano lo que había de decir, como escribía los sermones, era mucho menos elocuente que el boticario, pero le aventajaba en dos excelentes cualidades: tenía fe vivísima y gran dosis de sentido común para resolver cuanto la fe no resuelve.

—Dios —decía el cura—, no infringe ni trastorna las leyes de la naturaleza, cediendo a nuestras súplicas y para satisfacer nuestros antojos. Para Dios no hay milagros improvisados. Desde la eternidad los previó todos y los ordenó por infalible decreto. Y en este sentido, tan conforme con la ley divina y tan de acuerdo está con el orden prescrito desde ab eterno que salga mañana el sol como que no salga. Y en cuanto a las súplicas que los hombres dirigimos a Dios, siempre deben agradarle como no sean contrarias a la moral, ya que dan testimonio de la fe que en Él tenemos y de la esperanza y del amor que nos inspira.


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1 pág. / 3 minutos / 66 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Bonifacio

Miguel de Unamuno


Cuento


Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.


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3 págs. / 5 minutos / 139 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Boroña

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


En la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un buen trecho.

Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.

Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.


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6 págs. / 10 minutos / 250 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

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