Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento disponibles | pág. 30

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Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 30 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Cleptomanía

Arturo Robsy


Cuento


Concurso "Arriba 1972" de Cuentos y Reportajes


ARTURO ROBSY nació en Alayor (Menorca). Estudió en Mahón, Madrid y Santoña. Colabora en periódicos y revistas y tiene preparado un libro de tema menorquín basado en leyendas de la isla. También pinta con asiduidad y ha cursado estudios en la Escuela de Publicidad. Los veranos dedica preferente atención a los Campamentos Juveniles, donde ejerce funciones de Jefe de Formación. Ha ganado algunos concursos literarios de ámbito local.


No sé si me han aconsejado que me arrepienta o no; en cualquier caso, las historias parecen tener la misma voluntad y es inútil buscarles una salida mientras ellas no lo desean.

Mara me había dicho que cerrar la puerta es muy importante y Abuela se empeñaba en apagar las luces de las habitaciones. Con esto no quiero afirmar que Mara y Abuela estaban locas, pero demuestro que las cosas son así y no hay motivo alguno para cambiarlas.

En el pueblo, al hacer novillos nos íbamos monte arriba a rebozarnos de tierra y a meter palos en las madrigueras de las culebras. El día libre en la ciudad nos vamos bar arriba, o museo arriba o parque arriba, a sorber limonadas, a beber vino o a besar a alguna muchacha que esté de acuerdo.


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Licencia limitada
3 págs. / 5 minutos / 74 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¿Cobardía?

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 88 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Coleccionista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga —a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días— la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca —cuyo nombre verdadero era Rosario— no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 82 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cólimes Jótel

José de la Cuadra


Cuento


De atenerse al letrero pintado a grandes caracteres negro sobre el fondo celeste, que se mostraba en el frente del edificio, a todo lo ancho de la fachada, bajo la línea de los alféizares, el nombre propio de aquello era el de “Hotel Colimes”. En los registros de la oficinas de higiene de la alimentación estaba catalogado, modestamente, entre las casas de posada, en la cuarta categoría. Pero, el dueño y sus empleados lo llamaban a la inglesa (?), enfáticamente, golpeando la esdrújula y aspirando la jota en un ahogo: “Cólimes Jótel”. Añadían, en castellano, lo que en castellano con errores ortográficos rezaba otro letrero, pequeño éste, colocado también en la fachada, sobre el arquitrabe del cornisamento de madera: “Piesas desde a sucres. Comidas sanas. Atención hesmerada. Moral en la libertad”.

El “Hotel Colimes” ocupaba la parte alta de una casa vieja, de cañas y quincha. La construcción era casi secular; y, por sus tipo y su aspecto, pasados algunos años podrá asegurarse con algún fundamento que en sus salones bailó Bolívar.

En la parte baja, en las tiendas, funcionaban comercios de artículos de cuero que despedían vahos nauseabundos de tanino y hediondeces de pieles mal curtidas. Del alcantarillado de los traspatios se desprendían visiblemente emanaciones pútridas, en las que flotaban nubes de moscas y mosquitos. Debido a todo ello, que ascendía en vaharadas densas por los claustrillos, arriba reinaba de suyo un ambiente pesado; que el olor a polvos de Coty falsificados y a esencias baratas de las cabaretistas, y el tufo a viandas sazonadas a la perra que salía de la cocina, contribuían a hacer insoportable.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 172 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Collera Rota

Javier de Viana


Cuento


En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.

—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.

Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.

Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.

Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.

Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.

De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.

—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.

Se detuvo, sin embargo.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Combate Nocturno

Javier de Viana


Cuento


Encendida como rostro abofeteado, conservóse la atmósfera durante aquella tarde. Sobre el suelo abierto en grietas, las amarillas hojas yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido; sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de rendir las frentes sobre la cálida alfombra de grama. Los caballos y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia del arroyo. Las tarariras desfallecían flotado sobre el plomo derretido de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ovejas sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas escamosas, trotaban los unicornios, inmovilizábanse los zorrinos, zumbaban las avispas y esponjaban las plumas las cachilas. El sol, sin lástimas, castigaba; castigaba a todos los seres de la creación, desde la hierba hasta el árbol, desde el insecto hasta el hombre, para probar resistencias sin duda. En la selva, la brisa bochornosa había humillado todas las imperiales vestimentas de estío. Los árboles en flor sudaban sus perfumes, acres a fuer de violentos, hediondos como vaho de piel de lujuria. Estremecíanse los ceibos bajo las ascuas de sus corolas purpúreas; los blancos racimos femeninos de los sarandíes, repugnaban en el medroso abandono que los exponía desnudados, expandiendo aromas ultra capitosos, repulsivos en su intensidad vulgar. Los viejos de la selva presentían borrascas y adustos, sin fanfarronadas y sin miedo, afirmaban las raíces, en tanto los sauces pusilánimes; vencidos por la canícula, doblegaban las cabezas de cabellera lacia y mustia, como doncel rendido en la ebriedad de una noche amorosa, y en tanto las temblorosas enredaderas sollozaban avergonzadas del repentino envejecimiento de sus flores, ajadas por el bochorno.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Combates en el Aire

José María Roa Bárcena


Cuento


Narración de un viejo

I

Comienza octubre y está ya soplando el viento del norte. Cierra la ventana, manda calentar mis pantuflas y haz comprar más franela. ¡Maldito viento!

Y pensar que cuando yo era muchacho —cuánto ha llovido desde entonces— el norte me entonaba y robustecía y me sacaba de quicio en materia de alborozo. Con él soñaba, y cuando a medianoche oía sus primeros resuellos y bufidos en los árboles de la huerta y en los techos de la casa, aquella música me mantenía despierto hasta el amanecer.

Pero no creas tú que aquel norte es como éste, que se llama tal por el rumbo de donde viene y por la frialdad que esparce, y que no es capaz de levantar un petate ni de alegrar sino a reumas y boticarios. El norte aquel viene desde La Florida o El Labrador, barre el Golfo de México empujando hacia la sonda de Campeche los buques, o metiéndolos con olas y todo a las calles de Veracruz; e internándose en las pendientes de la zona entre la costa y la Mesa Central, ruge como toro irritado, dobla o troncha árboles, se lleva las tejas de los techos como si fueran hojas secas y echa al suelo a los hombres mal parados. Tal es el verdadero norte, que aquí no se conoce más que de oídas.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 104 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Come-Cola

Javier de Viana


Cuento


Malambio Ojeda tenía la mala costumbre de preparar con demasiada lentitud las cosas. En cierta oportunidad debía correr un caballo de su patrón y todo el mundo esperaba una derrota.

La más incrédula era Leonilda, la hija del capataz, quien díjole con mofa cruel:

—¡Lástima de potrillo!... ¡Tan lindo y tener que comer cola!...

—¡Le juego un pañuelo de seda y le doy el campo! —respondió el mozo.

—¡Jugado! —respondió ella en el acto.

Llegó el día de la prueba, y el moro de Malambio ganó por más de dos cuerpos el primer “terno”, no obstante haberle tocado competir con el favorito.

Por eso al volver al camino para la decisión —la lucha entre los tres ganadores de los respectivos “ternos”, nadie aceptaba, sino con gran usura, apuestas contra el moro.

Comenzaron las “partidas”, que Malambio, prudente, decidido a largar con ventaja, prolongó por largo tiempo. Su caballo, hasta entonces tranquilo, se enardeció extremadamente. Leonilda, que a orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack, batió palmas, y gritó:

—¡Come-cola, come-cola!

Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le sacasen una ventaja que de ningún modo pudo recuperar después, y una vez más “comió cola”...

Por la noche hubo gran baile en la pulpería, y el desgraciado mozo decidió corregirse de su exceso de preparación y declararle a Leonilda el amor que de largo tiempo atrás le profesaba. Más de dos horas estuvo preparando las frases con que habría de abordarla. Entró al fin a la sala y díjole:

—Aquí le traigo el pañuelo perdido.

—Tuvo güen gusto —agradeció ella observando la prenda.

—Y espero me conceda esta polca...

Sonrió la moza y respondióle con hiriente ironía:

—¡Comió cola, Malambio!... Estoy comprometida.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 21 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Comedia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública... ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se claustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer —una sirviente, niñera en casa de modestos empleados pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

—El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

—Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

—¿Qué edad tienes?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 136 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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