Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento disponibles | pág. 57

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El Abanico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 295 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Abanico

Vicente Riva Palacio


Cuento


El marqués estaba resuelto a casarse, y había comunicado aquella noticia a sus amigos, y la noticia corrió con la velocidad del relámpago por toda la alta sociedad, como toque de alarma a todas las madres que tenían hijas casaderas, y a todas las chicas que estaban en condiciones y con deseos de contraer matrimonio, que no eran pocas.

Porque eso, sí, el marqués era un gran partido, como se decía entre la gente de mundo. Tenía treinta y nueve años, un gran título, mucho dinero, era muy guapo y estaba cansado de correr el mundo, haciendo siempre el primer papel entre los hombres de su edad dentro y fuera de su país.

Pero se había cansado de aquella vida de disipación. Algunos hilos de plata comenzaban a aparecer en su negra barba y entre su sedosa cabellera; y como era hombre de buena inteligencia y de no escasa lectura, determinó sentar sus reales definitivamente, buscando una mujer como él la soñaba para darle su nombre y partir con ella las penas o las alegrías del hogar en los muchos años que estaba determinado a vivir todavía sobre la tierra.

Con la noticia de aquella resolución no le faltaron seducciones, ni de maternal cariño, ni de románticas o alegres bellezas; pero él no daba todavía con su ideal, y pasaron los días, y las semanas, y los meses, sin haber hecho la elección.

—Pero, hombre —le decían sus amigos—, ¿hasta cuándo vas a decidirte?

—Es que no encuentro todavía la muchacha que busco.

—Será porque tienes pocas ganas de casarte, que muchachas sobran. ¿No es muy guapa la condesita de Mina de Oro?

—Se ocupa demasiado de sus joyas y de sus trajes; cuidará más un collar de perlas que de su marido, y será capaz de olvidar a su hijo, por un traje de la casa de Worth.

—¿Y la baronesa del Iris?


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 190 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abejorro

Miguel de Unamuno


Cuento


La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?


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4 págs. / 7 minutos / 164 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abencerraje

Antonio de Villegas


Cuento


De Antonio de Villegas, Dirigi
do a la Magestad Real del Rey Don
Phelippe, nuestro señor.

Año de M. D. L. X. V.

Este es un vivo retrato de virtud, liberalidad, esfuerço, gentile[z]a y lealtad, compuesto de Rodrigo de Narvaez, y el Abencerraje, y Xarifa, su padre, y el rey de Granad[a d]el qual, aunque los dos formaron y dibuxaron todo el cuerpo, los demas no dexaron de illustrar la tabla, y dar algunos rasguños en ella. Y como el precioso diamante engastado en oro, o en plata, o en plomo, siempre tiene su justo y cierto valor, por los quilates de su oriente: assi la virtud en qualquier dañado subjecto que assiente, resplandesce y muestra sus accidentes: bien que la esencia y efecto de

ella es como el grano que cayendo
ella es como el grano que cayendo
ta, y en la mala se
perdio.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 259 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Abismo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial.

El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales:

ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y lexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.


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15 págs. / 27 minutos / 227 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Abrazo de Marculina

Javier de Viana


Cuento


En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.

A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.

El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.

Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:

—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...

—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.

—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...

Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:

—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...

—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...

—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.

—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...

Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...

—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Abrazo de Vergara

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I. Impresiones fuertes

Pues que de aventuras de viajes se trata, permitidme a mí también referir una que no desmerece de las ya leídas, y que deja tan malparados como la anterior a los que confunden a la mujer con la hembra, desconociendo que la base de operaciones y el objetivo del amor humano deben residir en el alma, y de manera alguna en el cuerpo de los beligerantes.

Oíd y temblad, como dicen los tenores de ópera.

Era una tarde de Mayo…

(Los novelistas ponen la escena en el verano cuando escriben en el invierno, y viceversa. —El autor la pone en la primavera, porque escribe en el otoño. —Esto prueba que nadie se halla contento con lo que posee. Pocos Rubens tuvieron la humorada de retratar a su mujer en sus cuadros. Rafael hizo tantas ediciones de una panadera, porque no era enteramente suya; es decir, suya por la Iglesia. Aristóteles… —Pero ¿adónde vamos a parar? —¡Basta de paréntesis!)

Corría (esto es, andaba al mismo paso que anda siempre el tiempo) el año de 18… (¡vaguedad sobre todo!)

El autor no recuerda el día… Sólo sabe que lo vio amanecer allende los Pirineos, desde las persianas de la berlina de una diligencia, y que lo veía morir en España, aquende los Pirineos.

El autor (entiéndase que no hablo de mí, pues yo no soy más que el editor de la presente historia. —El autor de que se trata es el del manuscrito de donde está sacada mi relación… )

El autor, vuelvo a decir, iba pensativo. Aquella brusca transición de la opulenta Francia a la pobre España, de un idioma a otro, y principalmente de un imperio a un reino, traíale caviloso, meditabundo, cariacontecido.

Pero tanto se abismó en sus pensamientos, tan apacible era la tarde, tal la calina del ambiente, que se quedó más dormido que cochero en puerta de baile.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 82 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abrojo

Javier de Viana


Cuento


Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:


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2 págs. / 4 minutos / 36 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Affaire Sodoma

Arturo Robsy


Cuento


"Entonces Jehová le dijo: por cuanto el clamor contra Sodoma y Gomorra se aumenta más y más y el pecado de ellos se ha agravado en extremo, descenderé ahora y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si no, lo sabré." (Génesis, 18-20 y 21).
 

Y más abajo, se lee:


"Entonces respondió Jehová: si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad perdonaré todo este lugar por amor a ellos." (Génesis, 18-26).
 

Y fueron los observadores a Sodoma, ciudad de muchos pecados y pocas advertencias, de donde les había llegado un gran clamor. Un clamor que empezaron a notar tan pronto como estuvieron a las puertas de Sodoma.

Cien sirenas de aire bramaron por encima de los tejados. Millares de máquinas trepidaron al empezar el mecánico y trabajoso despertar de la ciudad. Centenares de motores, pasando por su lado, les ensordecieron.

—Sodoma —dijo uno— es una gran ciudad.

—Sodoma —dijo al otro— ha crecido demasiado.

Un vapor oscuro enturbiaba el aire. Surgía del asfalto muchas veces recorrido por los automóviles; las enormes chimeneas de las factorías; de los poderosos compresores y hasta de los hombres que continuamente fumaban.

A través de este vapor, los contornos y perfiles de la ciudad se distorsionaban. Nada era exactamente íntimo. Nada recordaba al aire vecinal y humano que tuvo una vez Sodoma.

—¡Vaya clamor! ¡Cuánta razón han tenido al quejarse!

En efecto: el clamor era más bien espantoso; tanto para los oídos, que temblaban como tirantes parches de tambor, como para los ojos, que se perdían en el humo, como para el olfato, que se irritaba a fuerza de olores espesos y polvorientos.


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Licencia limitada
7 págs. / 13 minutos / 78 visitas.

Publicado el 15 de junio de 2019 por Edu Robsy.

El Aficionado

Joaquín Dicenta


Cuento


Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de felicidades?

Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito situado en un barrio céntrico de Madrid.

Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por zapatillas de paño obscuro.

Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés, endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres, tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del dueño de la casa.

A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja en busca del pienso cotidiano.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 39 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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