Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento disponibles | pág. 96

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El Gorro de Papel

José Zahonero


Cuento


Á D. José Blázquez.

I

La guerra era inevitable.

La razón de tan tremendo caso, tan solo conocida de los grandes diplomáticos y capitanes, no podré exponerla; lo único que se puede decir es que los cristianos se disponían á zurrar de lo lindo á los mahometanos. Entiéndase que no eran todos los cristianos, sino los españoles, y que se intentaba vapulear, no á todos los mahometanos, sino á los moros.

Había, en fin, guerra dispuesta entre moros y cristianos.

Los preparativos eran grandes en casa de Carlitos, nombrado por sí mismo general en jefe; componía con papel dorado la empuñadura de su sable de madera, que le había servido en otros encuentros de guerra; colocábase cruces y galones, charreteras y gola, porque lo valiente no quita nada á lo ostentoso y brillante; y de todos los rincones de su cuarto de juguetes, que le servía de sacristía cuando oficiaba de obispo, y de parque y de arsenal cuando sentía arderse en fuego bélico, fueron saliendo banderas, lanzas, cornetas y tambores. Ante estos preparativos hasta los espejos y los muñecos de rinconera podían temer una catástrofe.

El héroe arreglaba sus armas.

El balcón del cuartel estaba abierto de par en par, descubriendo un hermosísimo cielo azulado, y los altos árboles del jardín luciendo los matices verdes, amarillos, morados y rojos de las hojas otoñales; imperceptible movimiento las comunicaba un ligero vientecillo, produciendo ese ruido dulce de soplo lejano que el huracán eleva hasta semejarse á un oleaje furioso; y todo convidaba al goce de la paz, y más que aspecto de guerra ofrecíase un risueño y tranquilo aspecto, tanto que ante la perspectiva de un cesto de doradas uvas y un trozo de pan que comer bajo los árboles, se hubiera comprado al guerrero, y por entonces los moros hubieran logrado alguna suspensión de hostilidades ó tal vez una paz de larga duración.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 34 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El «Gran Chelem»

Leónidas Andréiev


Cuento


Jugaban al whist tres veces por semana: los martes, los jueves y los sábados. El domingo era un día muy a propósito para jugar, pero había que reservarlo para toda suerte de eventualidades: para las visitas, para el teatro, etc.; y, con ese motivo, consideraban dicho día como el más enfadoso de la semana. En verano, en la casa de campo, jugaban el domingo también.

He aquí el orden en que se colocaban: el grueso y colérico Maslenikov jugaba con Jacobo Ivanovich, mientras que Eufrasia Vasilievna lo hacía con su hermano Procopio Vasilievich, que parecía siempre malhumorado. Este orden se había establecido hacía mucho tiempo, cerca de seis años, y lo había propuesto Eufrasia Vasilievna; para ella y su hermano no tenía ningún atractivo el jugar separadamente, uno contra otro, porque de esa manera la ganancia de uno sería la pérdida del otro, y, a fin de cuentas, ni habrían ganado ni perdido. Y aunque, desde el punto de vista pecuniario, el juego no ofrecía gran interés, y el hermano y la hermana no necesitaban dinero, Eufrasia Vasilievna no podía comprender el placer de un juego desinteresado, y se ponía muy contenta cuando ganaba. El dinero ganado lo guardaba en una alcancía y lo consideraba más importante que los billetes de Banco que pagaba por el piso y empleaba en los gastos de la casa.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 37 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Gran Duque-Pastor

Miguel de Unamuno


Cuento


Narraciones siderianas

Era gran día en «El Arca», de Sideria. Se celebraba la gran fiesta apocalíptica, el cumplimiento de abracadabrantes profecías.

Se trataba nada menos que de coronar al gran duque de Monchinia, al ínclito don Tiberio.

Conviene que sepa el lector que la ciudad ducal de Sideria pertenecía al antiquísimo país monchino, cuyos orígenes se difuminaban en el misterio de las edades genesíacas. Una venerable leyenda enseñaba que los monchinos eran autóctonos o indígenas, es decir, nacidos de su misma tierra, y que un Deucalion monchino los había producido, convirtiendo los robles en hombres, que resultaron recios y duros como robles.

Mas dejando el campo encantado de la leyenda, la historia presentaba a los monchinos en remotísimas edades trabajando sus campos, comiéndose en paz y gracia de Dios su pan y gozando de sabias leyes.

Se habían puesto desde muy antiguo al amparo de los grandes duques de Monchinia, y cuando moría cada uno de éstos iba su sucesor a rendir acatamiento a las sabias leyes de los monchinos a un islote, situado dos leguas mar adentro. Después que el gran duque ofrecía sacrificios en el altar de la ley monchinesca y mientras el vapor de aquellos subía al cielo, las aclamaciones del pueblo se mezclaban al bramido del mar.

Pero, ¡ay!, hacía ya algún tiempo un desaforado terremoto había conmovido a Monchinia y el mar, sacudido en su asiento, se había tragado al islote y con él al altar de la ley y al gran duque, que estaba a su pie implorando clemencia al cielo.

* * *


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 79 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Gran Guillermito

Roberto Arlt


Cuento


A pesar de que el dueño de casa lo encañonaba con el revólver, Guillermito, el ladrón, observaba intrigado, sin saber por qué, a la muchacha que se inclinaba sobre el teléfono.

Ella iba a tomar el auricular para pedir le conectaran con la comisaría, y en el preciso instante en que iba a pronunciar el número, el recuerdo se concretó vertiginosamente en la mente del ladrón, y exclamó:

—No llame. Yo soy el que robó el motor eléctrico.

“Fue como si hubiera caído un rayo al pie de los dos”, comentaba más tarde Guillermito.

La jovencita, abandonando el auricular, quedó rígida junto al teléfono; el dueño de casa echó al bolsillo su revólver y balbuceó:

—¿Es posible que sea usted?

“Otro aprovecharía la oportunidad para escapar —decía luego en su propio elogio Guillermito— pero yo me crucé de brazos e insistí:

“—Sí, soy yo el que robó el motor eléctrico. Y ahora, si quieren, llamen a la policía.”

Y el dueño de casa no llamó a la policía, sino a su mujer, y a grandes gritos:

—Justa, Justa, vení a ver al hombre que robó el motor eléctrico. Estaba forzando el escritorio.

La jovencita terminó por reconocerlo. Dirigiéndose a él, lo tomó de los brazos, lo miró fijamente, y dijo:

—Sí..., ahora lo reconozco. Es usted. ¡Ah, mal hombre, dos veces mal hombre! ¡Cuánto nos ha hecho pensar usted!

—Yo me llamo Gustavo Horner —dijo el dueño de casa.

—A mí me llaman Guillermito el Ladrón...

Los dos hombres se examinaban con curiosidad creciente, pero la jovencita sonreía con tanta amabilidad, que Guillermito tampoco pudo contener una sonrisa cuando ella, después de medirlo de pies a cabeza, exclamó:

—Deberían llamarlo Guillermo el Ladronazo, no Guillermito.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 23 visitas.

Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 8 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 325 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Guante Negro

Juana Manuela Gorriti


Cuento


I. La prenda de amistad

Era una de esas deliciosas noches del país argentino. La luna bañaba con sus blancos rayos las encantadas riberas del Plata y hacía brillar entre la sombría verdura de los huertos y alamedas de las mil bellísimas quintas, y los palacios de campo que circundan Buenos Aires. Aunque la hora no era avanzada, todo estaba silencioso y desierto en derredor de la gran ciudad, y sólo se oía el murmullo de las ondas del vecino rio, y el silbido del viento entre las hojas de los sauces.

De repente vino a mezclarse a estos rumores de la naturaleza una voz humana, una divina voz de mujer, que elevándose suave y cautelosa del fondo de una de esas espesas avenidas de árboles, comenzó a cantar con indecible melodía aquella adorable música de Julieta y Romeo.

—Sei pur tu che ancor rivedo?

El canto fue interrumpido por el ruido de un carruaje que se acercaba.

Una elegante berlina se detuvo al pie de la escalinata de una quinta. Un cazador vestido de lujosa librea abrió la portezuela y presentó la mano a una bella joven de talle esbelto y flexible, de mirada rápida e imperiosa, que saltando del estribo, ligera como un pájaro, subió las gradas de la escalinata, y entró en el vestíbulo.

A su vista, el portero que velaba en la primera antesala, se inclinó profundamente.

—Amigo mío —le dijo ella, paseando en derredor su inquieta mirada—: ¿duerme su joven amo de usted?

—Mi amo está herido, señora, y…

—Lo sé, lo sé, y por eso estoy aquí. Condúzcame usted a su cuarto.


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Dominio público
22 págs. / 40 minutos / 277 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Guardapelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados que no trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el mundo existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la perfecta mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso quien sorprende una de estas notables maravillas de la Naturaleza y tiene, al menos, la satisfacción de contemplarla!

Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos, sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan florecillas ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de la inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que Matilde, y todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en ella, formando incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más hermosa, la más distinguida, donosa, simpática, y también, por añadidura, la más honesta, firme y leal. Con esta persuasión él viviría completamente venturoso, a no existir en el cielo de su dicha —es ley inexorable— una nubecilla tamaño como una almendra que fue creciendo y creciendo, y ennegreciéndose, y amenazando cubrir y asombrar por completo aquella extensión azul, tan radiante, tan despejada a todas horas, ya reflejase las suaves claridades del amanecer, ya las rojas y flamígeras luminarias del ocaso.

La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro, un minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo, manifestó exaltado júbilo.


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4 págs. / 7 minutos / 61 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Gusanillo

Emilia Pardo Bazán


Teatro, cuento


Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de los blandones fúnebres, entre el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del difunto. Los amigos y parientes, que han de formar el duelo, esperan conferenciando a media voz.

AMIGO 1º.— (Persona conspicua y machucha). ¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!… ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2º.— (Semijoven, gomoso, atildado). Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes… Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural… Parece vivo.

AMIGO 1º.— ¿Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO 2º.—¡La autopsia! Y ¿a santo de qué?

MÉDICO.— Por eso justamente… Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tuvimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba… y bien muerto!

AMIGO 1º.— Y al fin, ¿se ha averiguado de qué…?

MÉDICO.— (Llevándoselos a un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente). ¡Ah! Una cosa muy curiosa. Verán ustedes… (Cuchichean).

EL MARQUÉS DE LA GALIANA.— (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz). Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?


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7 págs. / 13 minutos / 68 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Hábito del Monje

Silverio Lanza


Cuento


Deseoso de obsequiar á mi prima con un vestido voy á la respetable casa de N. El dependiente principal me dice:

—Todo esto es bueno; pero por ahí hallara usted algo de más fantasía, pero menos solido, y siempre le saldrá á usted caro.

Propongo á mi prima que compremos el vestido en la casa N; pero con su grosería habitual me responde que allí solo venden antiguallas; y vamos á una tienda nueva de un señor Floringuindingui.

Nos enseñan doce cortes (los únicos que tienen) de vestidos de seda. Yo callo y observo la suavidad con que el dependiente toma el cabello á mi prima. Esta elige un corte, y lo pago.


Primera cuenta


Un corte de vestido........ 215 pesetas.


Salimos á la calle y propongo como modista á la señora P, que tiene su gran establecimiento en la calle de Alcalá; pero mi prima contesta:

—Esas sólo saben vestir á las mujeres de mala vida.

Y volviéndose á la tienda pide las señas de una modista.

Pasamos tres meses de desesperación porque la modista tiene muchas prisas. Yo supongo que la tela estará empeñada.

Por fin aparece el vestido y la


Segunda cuenta


Adornos, bajos, automáticos, percalina, linón, etc. ..... 124,75 pesetas. Dos varas de fondo........... 42 » Hechura...................... 60 » --------------------------------------------- Total........................ 226,75 »


Pago, y por curiosidad pregunto á mi prima que hay con dos varas de fondo que cueste 42 pesetas, y me dice:

—Son dos varas de la misma tela del vestido, porque el corte no daba bastante; y como el tendero las ha tenido que cortar de otro corte, pues por eso las ha cobrado tan caras.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 48 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

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