Textos más descargados etiquetados como Cuento disponibles publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 5

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 01-08-2024


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El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Hijo del Sordomudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

(Recorte de un periódico.)


El individuo que murió ayer arrollado por el salvavidas de un tranvía eléctrico llamábase don Juan Ruilópez; era sordomudo, de posición independiente, y habitaba en una propiedad aislada de Chamberí, sin más compañía, según creencia general, que sus perros: esto no era exacto: en el registro que hizo la Autoridad en la casa del difunto, se halló dormido en un felpudo un muchacho como de trece años, que al despertar ladró al Juzgado, y concluyó por lamer la mano a un guardia del orden público. En vano se hicieron preguntas al niño, porque no las entendía, y así lo manifestó, valiéndose del idioma de los mudos, aunque no lo es.

El caso no puede ser más raro: educado por un padre sordomudo que temía exponer a su hijo a los riesgos de la calle con sus bicicletas y tranvías, no salió nunca de casa, ni oyó la voz humana, sino en algún grito lejano y sin sentido. Comprende, pues, el castellano y se expresa en él por señas, pero no lo puede hablar ni entender de viva voz, y le extraña ver salir las palabras de la boca del hombre. En cambio, el haber vivido siempre rodeado de mastines le ha acostumbrado a manifestar sus impresiones a la manera de los perros, con tal propiedad, que al guardia, con quien ha intimado, se le escapó esta barbaridad al oír cómo ladraba:

—Ladra como un ángel.

En cambio, el niño Ruilópez, viendo que el secretario sacaba recado de escribir, tomó la pluma y trazó en buena letra esta respuesta, presentándola al juez que le había interrogado:

—No entiendo lo que ladras.

Para el desgraciado joven el ladrido es el lenguaje oral, y el castellano un idioma silencioso que se expresa por señas o por escrito nada más.


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El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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El Diccionario de los Gatos

José Fernández Bremón


Cuento


A fuerza de conocer a los hombres, he concluido por estimar mucho a los gatos: por eso cuando perdí a Hollín, mi hermoso gato negro, después de registrar patios y sótanos, determiné buscarlo en el tejado a las altas horas de la noche, en que sólo nos espían nuestras vecinas más calladas, las estrellas. Oíase un diálogo gatuno, musical y brillante, cuando con la suavidad posible me deslicé sobre las tejas: la huida de uno de los interlocutores me demostró que había hecho ruido; pero el fugitivo era un gato blanco. ¿Habría ahuyentado al otro, que bien pudiera ser el mío? Un maullido melancólico que sonó tras el caballete de una buhardilla próxima me devolvió la esperanza: avancé paso a paso de hormiga hacia la ventana, maullé lo mejor que supe, y noté con cierto orgullo que me contestaba otro maullido; repetí, respondió el gato, y después de un largo paseo contenido para recorrer la distancia de tres metros, pude asomar la cabeza a la ventana, y en vez de mi gato Hollín, quedé atónito al encontrarme ante un anciano venerable que maullaba con extraordinaria perfección y me miraba sonriendo.

—Pase usted, vecino —me dijo—, que puede usted caerse.

Y ayudándome a entrar por la ventana, añadió, mientras yo callaba avergonzado y sorprendido:

—El primer maullido que usted dio me llenó de placer: era una frase desconocida para mí; al segundo temblé, creyendo por su acento extranjero que entre los gatos hubiera idiomas diferentes; luego reconocí el acento humano y una imitación burda y sin sentido. Pero tiene usted disposición, y en un curso de diez o doce años podrá usted maullar correctamente.

—¿Diez o doce años?

—Yo he gastado cincuenta en entender ese idioma y componer su diccionario: aquí lo tiene usted.

Encendió un cabo de vela, y me enseñó un pliego de papel con anotaciones musicales y su traducción al castellano. Yo leí:


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Diablo en un Bolsillo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Felipe IV era rey nuevo, y la monarquía se había remozado; empezó aboliendo los cuellos encañonados, cortando el cuello a un ministro y prendiendo y desterrando cardenales y virreyes; las revoluciones se hacían entonces desde arriba, porque en España nunca prosperaron las de abajo.

En la Semana Santa de 1623 hacía siete años que pudría Cervantes bajo la tierra; Lope de Vega y Góngora eran dos vigorosos sesentones; Tirso y Quevedo estaban en la plenitud de su edad y su talento, y Calderón era un principiante de veintitrés años, ya famoso. España, llena de esperanzas, se disponía a progresar y caminaba con júbilo hacia el porvenir; pero el progreso, tan útil cuando se marcha hacia la cima, es áspero y cruel cuando se rueda cuesta abajo.

II

—¿Conque es cierto eso de la procesión penitencial? —preguntaba un caballero cincuentón y acicalado a un cortesano que le había detenido en la puerta de la iglesia de San Gil.

—Ciertísimo, don Luis, como que llevé las órdenes yo mismo; sólo se han excusado los carmelitas descalzos de San José.

—¿Y a qué otras religiones se ha invitado?

—A todas las reformadas; asistirán los franciscanos de San Bernardino, y estos gilitos que tenemos al lado; los mercenarios de Santa Bárbara, los agustinos del Prado de Recoletos, los capuchinos del palacio de Lerma y los trinitarios descalzos de la plazuela de Jesús.

—¿Visteis en este convento a fray Tomás de la Virgen?

—No pude ver a ese bendito varón que lleva más de diez años en la cama, y le visitan reyes y señores y dicen que adivina pensamientos.

—Doy fe de ello; figuraos que cuando entré en su celda me dijo con severidad sin conocerme: «Sacad pronto ese demonio que os bulle en la cabeza». Y acertó.

—Pero, don Luis, ¿sois energúmeno?

—¡Psc! Soy poeta y abogado; continuad.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Diablo de la Guarda

José Fernández Bremón


Cuento


Para brujas, la tía Lechuzona: desde el riñón de Castilla hacía mal de ojo a una criatura de París, por el telégrafo sin hilos; si entraba en la botica, resucitaba las moscas de cantárida hechas polvo; por las noches pelaba la pava con un escarabajo, y se comunicaba por la soga del pozo con los seres subterráneos, y por el humo de la chimenea, siempre activa, subía y bajaba a los nubarrones más obscuros. En Botánica, podía dar lecciones a Linneo, el que empadronó las plantas, porque la bruja conocía las propiedades de los perfumes, de los jugos, y hasta de las buenas o malas sombras que proyectan.

¿Su edad? Estaba en blanco, como la de los títulos que, de puro viejo, no tienen fecha en la Guía; había visto pasar el carro de Tespis, y fue la araña que tapó con su tela la caverna donde se refugió Mahoma, perseguido; su piel era tan fuerte, que no se podía pinchar con el puñal ni rayar con el diamante, y había mudado los colmillos treinta veces.

Era poderosa. Las gallinas de la vecindad ponían de tapadillo los huevos en su cesta; el viento arrojaba en su jardín la mejor fruta de los huertos inmediatos; las hormigas trasladaban grano a grano a la despensa de la bruja lo mejor de las cosechas, y un buitre le llevaba todas las mañanas una ración de carne cruda: sabía cuanto pasaba en la vecindad, porque todos los gatos del pueblo, animales entremetidos y curiosos, iban a confesarse con ella, y por ellos supo que la señora Mónica le había llamado bruja sinvergüenza.

—Y aunque una lo sea —decía para sí—, no debe aguantar que nadie se lo diga.

Y llena de coraje, salió al patio, llegó al brocal del pozo, aplicó la soga a los labios y dijo con energía:

—¡Cuernecín!

—¡Quién llama?

—Soy tu madre.

—No subo por el pozo, que está el agua muy fría.

—Ven, que he preparado una fogata, para que te des en las llamas un baño de placer.


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El Cirio Pascual

José Fernández Bremón


Cuento


I

La cerería de Pascual López era en 1763 una de las más acreditadas de Madrid: un portal grande conducía de frente al obrador, lleno de operarios de ambos sexos; maestras y oficialas doblaban, torcían los hilos y hacían las presillas de las mechas, que algunos aprendices untaban de cera para endurecerlas, colgándolas después en mazos o alrededor de los arillos; más allá, la cera, hirviendo en ollas de cobre para purificarse, caía en los braseros, y los oficiales, sacando el líquido en cazos puntiagudos, lo vertían a lo largo de las mechas, dándoles a pulso el peso y forma de velas, cirios o hachas; otros aprendices, descolgando esa obra aún imperfecta, la arropaban en camas hechas con sábanas y mantas, llevándola después a los tableros, en donde otros operarios la moldeaban, bruñían y acababan.

La tienda, al lado izquierdo del portal, comunicaba con el taller por una puertecilla, y no tenía más adornos que un ancho mostrador, cajones rotulados y una severa fila de hachas colgadas de escarpias en el fondo. Detrás del mostrador Juanita la cerera enseñaba al sonreír sus dientes blancos y los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas, y revolvía su esbelto cuerpecito con los movimientos más estudiados y graciosos. Pascual López, su marido, la miraba de reojo, pálido como sus hachas y muy intranquilo cuando el comprador tenía trazas de galán.

—¡Una cruz para difuntos! —dijo una moza lugareña.

—¿Blanca o amarilla? —respondió la cerera.

—No me han dicho más.

—¿Era el muerto soltero, casado o viudo?

—Es mi señora: la madre de mi amo.

—Entonces le pondrán una cruz amarilla, pero si la quieren de soltera se cambiará por una blanca.

Y Juanita entregó a la moza una de esas cruces de cera que en aquel tiempo se colocaban en las manos de los muertos.

Los parroquianos entraban y salían, oyéndose estas o parecidas frases:


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Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.


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Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos.


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El Desafío

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Samuel Leví!

—¡Señor!

—Llenadme otra vez de doblas esta arqueta. He perdido todo.

—Si su señoría me permite —dijo Samuel Leví, tesorero mayor del reino, inclinándose delante del que le había dado la orden.

—Seguid jugando, caballeros; no levantarse; que la diversión no se interrumpa.

Y abandonando su sitial el que así hablaba, irguió su alto cuerpo, y al aproximarse a una ventana del alcázar de Sevilla, quedaron a plena luz el blanco rostro, el cabello rubio y la enérgica mirada del rey don Pedro de Castilla, que tendría a la sazón veinticinco o veintiséis años de edad.

—¿Qué ocurre, Samuel?

—Acaba de llegar de Alfaro vuestro ballestero de maza Álvar Martínez.

—¿Trae algo?

—Sí, señor; un saco y una carta.

—¡Juan Diente! —dijo el rey a un ballestero que guardaba la puerta—. Coloca frente a mi sitial el saco y los papeles que ha traído Álvar Martínez.

Y mientras el soldado cumplía su orden, el rey dijo al hebreo:

—Hermoso jacinto tiene vuestro broche; bien se ve que es legítimo.

—Es piedra de poco valor.

—Os la compro.

—De poco valor decía para el vulgo; yo no la cambiaría ni por una de esas espadas jinetas que mandasteis fabricar en Sevilla con puño de oro y piedras. Es un gran recuerdo de familia. Eso en cuanto a vender; pero si vuestra señoría gusta del jacinto, todo lo mío es de mi rey si lo quiere... de balde o a bajo precio.

—Sí; lo quiero.

—¿De balde o a trueque?


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