Textos más vistos etiquetados como Cuento disponibles publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 5

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 01-08-2024


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La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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Los Dos Cerdos

José Fernández Bremón


Cuento


—Señor —me dijo una pobre mujer, dejando su periódico—, ¿qué es eso del hipnotismo? No acabo de entenderlo.

—Se han escrito acerca de ello muchos libros, que cuentan maravillas seriamente; pero como usted no los comprendería, diré en términos claros lo que puede y debe usted entender. Un sabio le propone a usted dormirla con la voluntad y la mirada: si usted acepta, toma asiento; el profesor fija en usted la vista y la adormece; en ese estado le da a usted una orden, que no oye usted, pero que, sin querer y necesariamente, cumple usted al despertar.

—¿Y si me manda que mate?

—Mata usted; y si le ordena que robe, roba usted. Aún hay más. Un sabio dijo a un durmiente hipnotizado: «Quiero que mañana te salga una ampolla en el cogote»; y el cogote obedeció la orden, y salió al día siguiente la vejiga: de modo que, no sólo obedece el paciente con sus acciones, sino los miembros de su cuerpo, curándose si están enfermos, y hasta marcando si es preciso una inscripción sobre la espalda, según refiere un profesor de Montpellier.

—¿Tales milagros se ejecutan?

—¿Quiere usted que la duerma y ordene a sus narices que se caigan a la hora que usted guste?

—¡No, por Dios!

—Lo remediaríamos con otro sueño hipnótico, en que, a mi voz de mando, brotaría bajo su frente otra nariz tan linda como la que luce usted en esa cara. Como que trato de abrir un salón de compostura y embellecimiento de personas, a precios arreglados: desfiguración de rostros para huir de la Justicia o acreedores, brote de cabellos en las calvas y cambio de atractivos a los descontentos de su físico.

—¿Eso hará usted?

—He hecho más: he convertido en cerdo a un hombre, como verá usted en la historia que voy a referir: no supongo que la nieguen esos sabios: yo les he creído, y en correspondencia deben creerme a pie juntillas. O se tira de la manta para todos o para ninguno.


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Los Rayos Z

José Fernández Bremón


Cuento


I

Ella era de una fealdad superlativa; lo horrible hecho carne; pero Él la empeoraba en tercio y quinto con su cuerpo dislocado, su cabeza como machacada entre dos piedras, pies de aumento y manazas como guantes de esgrimir. El amor, que une hasta los hipopótamos, había apasionado mutuamente aquellos monstruos, pero nadie se imaginaba al Cupido que hizo su consorcio con alas de oro y rosa, sino en figura de murciélago. Al verlos, rompían a llorar hasta los usureros, y las aguas de los ríos, espantadas, corrían más deprisa; el sol se nublaba para tapar aquella visión doble, y la obscuridad, al envolverlos cada noche, sentía las entrañas doloridas a la idea de tener que darlos a luz por la mañana.

II

Desde entonces saben los poetas que pueden hablar hasta las piedras, porque las estatuas de Fidias se quejaron en voz alta diciendo desde sus pedestales:

—Es intolerable que lo feo inspire amor.

Y las Frinés y los Adonis que lucían en los Juegos Olímpicos sus cuerpos arrogantes vociferaban indignados:

—Atraer y ser querido es el privilegio de lo hermoso; repeler y repugnar es el castigo de lo feo.

—Ese amor tierno y horrible trastorna las nociones de la fealdad y la belleza.

—Destierra, Apolo, esos amantes al astro más lejano, adonde no lleguen la vista ni el pensamiento de los hombres.

—Pide a Júpiter que los confunda con sus rayos.

III

El carro del Sol se detuvo, y los dioses, los héroes y cuantos tienen entrada de favor en el Olimpo subieron a escuchar el himno de Apolo en defensa de la poesía y la belleza. Al resonar su argentina voz en las alturas, los mundos enmudecieron para no interrumpir su cántico sublime, y temblaron los monstruos, las Harpías, las Parcas y las Furias cuando pidió el exterminio de la fealdad por desapacible a la vista, indigna de amor y ser el borrón de lo creado.


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Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.


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Sacrilegio

José Fernández Bremón


Cuento


—Ya abre los ojos; trasladadle a la pollera —dijo un médico.

Y me sacaron de la tina donde había estado en remojo un mes, según luego supe, para hacerme recobrar los jugos, y perder el polvo y telarañas acumulados en mi cuerpo en el espacio de tres siglos, que había durado mi sueño magnético. Estaba finalizando el año 2200 de nuestra era. Por entonces eran muy frecuentes los casos de quedar dormidas las personas por sugestión, y había hospitales donde cada durmiente tenía inscripta la fecha de su despertar, que se efectuaba con las precauciones necesarias.

Como esto no tiene relación con mi propósito, baste consignar que salí a la calle sano y ágil, después de un sueño de trescientos años, compañado por un guía, judío de nación, a principios del año 2201.


* * *


Lo primero que hice al dejar el hospital, que me parecía conocido, fue volverme para examinar la fachada.

—¡Calle! —dije en voz alta—, éste es el monasterio de San Lorenzo. ¿Conque estoy en El Escorial?

El guía se sonrió, señalándome el edificio situado enfrente.

—¡Cómo! —repuse—, ese otro es la catedral de Colonia. ¿Cuál es el auténtico y cuál el imitado?

—Uno y otro son los verdaderos, comprados a los Gobiernos respectivos. Y no cavile usted, que no puede saber las transformaciones de las cosas en tres siglos; hay ahora empresas de mudanzas que transportan edificios como antes los muebles de las casas. Esto es un museo de arquitectura que hemos reunido comprando monumentos baratos en las quiebras de todas las naciones. ¿Quiere usted ver catedrales? En esta misma calle podrá usted contemplar la abadía de Westminster, Nuestra Señora de París, las de Córdoba, Burgos, Toledo, León, las dos de Salamanca, las de Estrasburgo, Reims, Milán, Ulm y Ratisbona.

—Son muchas catedrales para un día. Pero no ha mencionado usted la de Sevilla.


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Tontos y Listos

José Fernández Bremón


Cuento


I

Éste era un lobo grandullón y fiero, que estaba muy orgulloso, y con razón, por haberse comido muchas ovejas, tres mastines, dos pastores y un teniente alcalde: se había casado con una loba tan fiera como él, y tenían seis cachorros que eran la esperanza de sus padres. La mala fama de aquella familia les aseguraba la independencia en la ladera de un monte, pues nadie osaba acercarse a su madriguera. Hembra y macho tenían tal astucia y olfato, que adivinaban los cepos a distancia, conocían la huella del hombre aun sobre la piedra y cazaban impunemente liebres, conejos, reses y personas.

Así hablaba un día el lobo padre a sus cachorros:

—Habéis venido al mundo para comer carne: cuando cacéis algún animal devoradlo hasta los huesos: lo que os quepa en el cuerpo no lo guardéis para mañana, por si otro se aprovecha de los restos.

»Cuando huyáis, no volváis la vista nunca, que en mirar hacia atrás se pierde mucho tiempo.

»Alejaos de todo lo que huela a hombre; es un animal dañino que mata desde lejos y aun estando ausente; pero cuando os juntéis muchos y él esté solo y descuidado, con las manos vacías y en la obscuridad, donde es ciego, entonces atacadle por la espalda, que es muy sabroso de comer.

»Engordad todo lo posible en el verano, porque siempre se enflaquece en el invierno.

»Todo animal es un almuerzo que se mueve y desaparece; no lo dejéis nunca escapar; si pasan dos a un tiempo, dirigíos al más gordo.

Los lobeznos escuchaban con respeto, y el más listo se abalanzó de repente al pescuezo de uno de sus hermanos, que aulló al sentirse atarazado.

—¿Qué haces? —dijo el lobo, separando con trabajo al agresor.

—Iba a almorzarme a mi hermano más gordito.


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Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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Vestir al Desnudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los periódicos madrileños publicaron una noticia de París que produjo gran satisfacción entre los calvos.


La industria de las pelucas y añadidos está herida de muerte: el químico Mr. De la Peausserie ha descubierto una pasta infalible para hacer crecer el pelo. La Memoria que presentó a la Academia de Ciencias es lacónica. «El fracaso —dice— de todos los ingredientes para remediar la calvicie tiene por causa principal el ser para uso externo, sin fijarse en que el cabello crece de dentro afuera: es como si un labrador cubriese de pieles la tierra y sembrara el trigo encima de la piel. Yo siembro el pelo dentro del cuerpo de que brota, introduciéndole con mis pastillas los elementos que componen el plasma cabelludo: una vez asimiladas las sustancias convenientes el plasma se produce y nace el pelo. Como entre los señores académicos abundan los que pueden comprobarlo, adjuntas varias cajas de pastillas y a la prueba me remito».


Ahora bien: hace siete días que empezaron los ensayos y en todas las calvas académicas ha empezado a nacer un vello sedoso que de día en día se va fortaleciendo.

II

Un mes después añadían nuestros corresponsales de París estos detalles:


El banquete dado por los académicos experimentadores a Mr. De la Posserí ha sido suntuoso. Aquellos hombres doctos ostentaban, en vez de sus antiguas pelucas, largas melenas propias. Cuando apareció el primero de los postres, que era un pastel cubierto de cabello de ángel, los sabios, conmovidos ante aquel símbolo, abrazaron y vitorearon a Mr. De la Posserí.

III

Treinta días más tarde todo había cambiado: extractemos un artículo francés:


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