Textos más vistos etiquetados como Cuento disponibles publicados el 3 de octubre de 2018 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 03-10-2018


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El Cáliz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante la amenaza de que, como entonces se decía, los de Napoladrón llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón, mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.

Vino, y encerrose con el tío en la celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores se retirasen, se desenterraría el depósito.

Claro es que el escondrijo había de ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Conde Llora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...

El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.

Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Adopción

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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Las Cerezas Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Junio había extendido por el campo todavía juvenil su sonrisa de oro trigueño, y el campo se esponjaba bajo el halago de un calor aún dulce. Los senderos estaban abigarrados de mariposas locas, que se posaban en las zarzas y después remontaban el vuelo para zarabandear en el aire, mezclando sus cuerpos de vivientes flores. Los árboles parecían gozosos de vivir, cuajando su fruta con gallarda abundancia. En los cerezos no sólo había cuajado, sino que rojeaba con brillanteces de pulido coral, y los mirlos silbaban en las últimas ramas, burlonamente, riéndose de quien pretendiese estorbarles el disfrute de aquellos granos rellenos de almíbar un poco agrio...

Un cerezo magnífico vi rebosar de la tapia de un huerto. Por señas, que el tal huerto parecía abandonado. Debía de hacer mucho tiempo que sus frutales no conocían la poda ni su campo era removido por la azada, que orea los terrones y los liberta de hierbas nocivas. En la vegetación, como en la humanidad, la incultura tiene su poesía, tiene su belleza. Las enredaderas descolgándose del muro; las parietarias revistiéndolo de felpa y follaje caprichoso; las altas agrostis tendiendo su nubecilla, su misterioso asfumino vegetal; la misma zarza de rosados ramilletes..., ofrecen un aspecto graciosamente libre, encantador. Mi sorpresa ante el vergel lleno de antiguos árboles y tan descuidado se aumentó al ver, dando la vuelta a las tapias, que la casa de la cual el huerto parecía depender estaba cerrada, empezando a hundirse su tejado y a soltarse sus ventanas de los goznes. El edificio sufría esa degradación de los sitios donde no entra aire, donde la humedad y el polvo acumulado cumplen su faena destructora. Era inminente el momento en que el techo se caería, dejando cuatro ruinosas paredes, asilo de alimañas...


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Al Anochecer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.

Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.

—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.

—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.

—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Belona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El destacamento, al regresar de su arriesgada expedición de descubierta, no volvía de vacío: traía un prisionero, y era nada menos que un oficial. Venía suelto, arrogante y despreciativo, fruncido el rubio ceño, contraídos los labios juveniles por una mueca colérica, como si retase a los que, sorprendiéndole en la avanzada, le habían cogido casi sin lucha, sin darle tiempo a una defensa leonina. Ni aun preguntaba adónde le llevaban así; seguro estaba de que no era a cosa buena, porque ya conocía de oídas la siniestra fama del Zurdo, el cabecilla en cuyas garras había caído, y como no esperaba misericordia, quería al menos morir en actitud de caballero y de valiente.

Los que le escoltaban iban silenciosos. Dígase lo que se diga, y por muy avezado y endurecido que se esté en ver correr sangre, infunde cierto respeto indefinible el hombre que va a morir, y si el que va a morir es un joven, como se ha tenido madre, se piensa en el dolor de la mujer desconocida, asimilándolo al que sufriría en caso igual la otra mujer que nos llevó en las entrañas. Quizás este pensamiento no se define: es un sentir obscuro y vago, una sorda opresión ante la fatalidad que nos subyuga a todos. Ello es que los de la escolta callaban, callaban con huraño silencio. Únicamente lo rompieron para decir hoscamente:

—La tienda del general... Adentro.

Era orden del cabecilla que se le llevasen directamente los prisioneros, de los cuales sacaba, con su astucia característica de leguleyo, con su cautela de perseguidor y perseguido que combate empleando la precaución tanto como las armas, noticias e indicaciones útiles. El cautivo entró, siempre altanero y firme: pero guardando esas fórmulas de respeto a que nadie falta en campaña, saludó militarmente. El Zurdo contestó al saludo haciendo la indicación de que el prisionero se sentase.


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Berenice

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en un libro encuadernado en pergamino, impreso en caracteres góticos y taraceado por la polilla, donde encontré la leyenda de Berenice, a quien suelen llamar la Verónica. Sin darle crédito ni atribuirle autoridad alguna, voy a trasladarla aquí, lector piadoso, que acaso habrás adorado alguna reproducción de la Santa Faz.

Berenice, casada con Misael el rico, era de origen hebreo, nacida, sin embargo, en Alejandría. De su ciudad natal había traído a Sión costumbres refinadas, un vestir lujoso, gasas más sutiles, y joyas más caprichosas que las que usaban sus convecinas y aun las romanas del séquito de la esposa de Pilatos. Berenice gastaba exquisitos perfumes, iguales a los de la tetrarquesa Herodías, y se los traía Misael de sus frecuentes viajes a los países de Arabia y Persia. Con todo eso, Berenice no era dichosa y Misael tampoco.

No tenían hijos. Las entrañas de Berenice no eran fecundas. Y, como la esperanza en la venida del hijo de David, del Mesías prometido, se hubiese exaltado con el yugo puesto en Jerusalén por la despótica Roma, cada matrimonio soñaba con engendrar al Salvador. Las estériles eran objeto de compasiva burla. Cada vez que una aguadora cargada con sus ánforas y con el peso de su embarazo pasaba ante la puerta de Berenice, la opulenta arrojaba una mirada de envidia a la miserable. ¿Quién sabe si sería tan venturosa que albergase en su seno la redención de Israel?


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Caso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No es secreto de confesión —dijo el padre Morata—, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de adivinar nombres.

Llamaré a aquella desventurada Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica, libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse.

Regresaron, y yo, que les había dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa, magníficamente alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas, por lo cual —lo declaro paladinamente— temí por su porvenir, pues he notado, y es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso, que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados:

«Un jubón sin alegría,

un sayo de desear

y una capa de pesar

que me traigo cada día...»


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Casualidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor —sostiene Luis— debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente:

—Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.

Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.

No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico —repetíamos— tiene música dentro.»


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Clave

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.

Atusóse Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:

—Que pasen al salón.

A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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