Textos más populares este mes etiquetados como Cuento disponibles publicados el 3 de octubre de 2018 | pág. 2

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 03-10-2018


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Cena de Navidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica.

Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado —y no había más remedio sino obedecer—. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».

Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.

Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde —el tren pasaba a las ocho—, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Compatibles

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

—¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

—Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

—¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! —murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

—Hablemos formalmente, ¿eh?

—¿A qué llamas hablar formalmente?

—A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

—¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

—Está bien —repuso ella—. Entonces, si de eso no se trataba...


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Aventura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel don Juan de Meneses, el Tuerto, el que se trajo de las Indias un caudal, ganado a costa de trabajos terribles, envejecía en su palacio sombrío, entre su esposa doña Claudia, de ya mustia belleza; su hijo, el clérigo corcovado, y su hija doña Ricarda, de gentil presencia, pero fantástica y alunada, de genio raro y aficiones incomprensibles.

Desde los primeros años había revelado doña Ricarda un desasosiego y una indisciplina, más propia de muchacho que de bien nacida doncella; y mientras don Juan rodó por tierras lejanas, casi fabulosas, su hija correteaba por las eras, en compañía de gente de baja condición, gañanes y labriegos; los ayudaba en las faenas, y hasta tomaba parte en los juegos de guerras y bandos, manejando la honda con igual destreza que un pilluelo. Cuando su padre regresó, con hacienda y un ojo menos, que le reventó la punta de pedernal de la flecha salvaje, a fuerza de represiones se consiguió sujetar a la chiquilla, y que no pusiese los pies fuera de casa, según corresponde a las señoras de alta condición, sino para ir a misa o en algún caso extraordinario, y acompañada y vigilada como es debido.

No tuvo la joven hidalga más remedio que acatar las órdenes paternales, que no era don Juan hombre para desobedecido; pero con el retiro y la quietud, que consumían su bullente sangre, dio en maniática y antojadiza y en cavilar más de lo justo. No eran de amor sus cavilaciones, sino de afanes insaciables de espacio, libertad y movimiento —lo único que le negaban—. Los padres compraban a su hija costosas galas, collares y gargantillas de oro y piedras, sartas de perlas; pero la hacían estarse horas y horas en el sitial, cerca de la chimenea, en invierno; en la saleta baja, de friso de azulejos, en verano; y doña Ricarda contraía pasión de ánimo secreta, que ocultaba con la energía para el disimulo que caracteriza a los fuertes.


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Banquete de Bodas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una noche de Carnaval, varios amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele volver de esas fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y sólo se encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La caminata les despejó la cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados, devolviéndoles esa alegría espontánea que es la mejor prenda de la juventud. Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la vida solteril, y tres de los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto —el mayor en edad, Saturio Vargas— como oyó nombrar matrimonio, hizo un mohín de desagrado, o más bien de repugnancia, que celebraron sus compañeros con las bromas de cajón y con intencionadas preguntas. Entonces Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a contar la causa de la antipatía que le inspiraba sólo el nombre y la idea del lazo conyugal.

Es una de las cosas —dijo— que no pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis, sino que allá, interiormente, me comprendáis... Hay impresiones más fuertes y decisivas que todos los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas... y la obedezco y la obedeceré hasta la última hora de mi vida. Estad ciertos de que moriré con palma... de soltero.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Carbón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se llamaba así, pero alguien se lo puso de mote, y el mote corrió en el balneario. Su verdadero nombre, o por lo menos el de cristiano, el que había recibido en la pila bautismal, era Francisco Javier. El de Carbón prevaleció porque pintaba con un solo enérgico trazo la cara negrísima del niño catequizado, recogido y prohijado por el buen obispo de R..., a quien acompañaba, como muestra viviente de los frutos del Evangelio en las posesiones lusitanas del África.

Al pronto, Carbón y su obispo fueron muy curioseados y celebrados; después la gente se acostumbró a ellos, y pasaban casi inadvertidos entre la muchedumbre de agüistas. A mí, por el contrario, cada día me interesaban más los dos portugueses, el apóstol y el catecúmeno. Aunque por lo general los obispos dan alto ejemplo de caridad y de dulzura, el de R... sobrepujaba en esto a cuantos conozco. Veíase en él al misionero que ha vivido en contacto con gente de muy varias creencias, y que siempre tuvo por armas la humildad y el amor, sin apoyo alguno en la autoridad ni en la fuerza. No por eso realizaba el tipo modernista del prelado vividor y cortesano: en medio de su tolerancia, el obispo respiraba una fe ardiente, tanto, que era refrigerante para el espíritu acercarse a él, escucharle. Cuando refería sus campañas y aventuras de soldado de la fe y los mil riesgos de que le había salvado casi milagrosamente la Providencia, su rostro amarillento y desecado por terrible enfermedad hepática parecía irradiar luz, y en sus pupilas pálidas y amortiguadas se encendía un resplandor celeste. Sólo el movimiento de su mano extendida sobre la cabeza de Carbón, sólo su sonrisa al decir al negro: «Hijo mío», bastaban para revelar el ardor de la bondad en su alma, y para probar que la sangre de Cristo florecía en ella, como los rojos granados en los oasis del desierto sahariano.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Careta Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.


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Los Cinco Sentidos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.


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La Cabeza a Componer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un hombre a quien le daba malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación de un clavo que le barrenaba los sesos —y el clavo no era sino idea fija, terca y profunda—, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.

Otras veces, en aquella maldita cabeza sucedían cosas más desagradables aún. Poblábase toda ella de imágenes vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del mañana.


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La Cordonera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.

Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.

¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?

No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.

Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.


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Consejero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La silla de posta se detuvo a la puerta del convento con ferranchineo de ejes, entre repiques apagados de cascabeles y retemblido de vidrios, que gradualmente cesó. Un lacayo echó pie a tierra, y arqueando el brazo y presentándolo ayudó a descender al nobilísimo señor don Diego de Alcalá Vélez de Guevara, sumiller de cortina del rey, de su Consejo, y comisario general apostólico de la Santa Cruzada, y cuarto marqués de la Cervilla. Sus flacas piernas vacilaron al dar el salto, y su cara amarillenta, pergaminosa, se contrajo penosamente al herirla un picante rayo solar. Sus ojos, negros y duros, parpadearon un momento; volviose hacia el interior del coche, y ordenó:

—Baja.

Un crujir de seda, un espejear de reflejos de tafetán tornasol, el avance de un pie breve, de un chapín aristocrático... La mujer brincó ligeramente, con graciosa agilidad de paloma que se posa, y, sumisa y callada, esperó nuevo mandato.

—Entra —dijo don Diego imperiosamente.

Ella comprendió. Donde había que entrar era en aquel zaguán enorme, enlosado de piedra, en cuyo fondo se veía el torno monástico, la enorme puerta, de gruesos cuarterones y, encima de la puerta, un relieve en piedra, enyesado: la Virgen de la Angustia, con su divino Hijo sobre el regazo, muerto. Al pie del relieve, en anchas letras negruzcas, podía leerse: «Morir para vivir.»

Asió don Diego el cordón de la campana y dio tres toques, pausados, solemnes. Aún no se había extinguido el eco de las campanadas, cuando volteó el torno y asomó por el hueco del aspa la faz pacífica de una monja.

—¡Ave María!

—Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.

—¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.


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