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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 05-11-2020


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Triple Drama

Javier de Viana


Cuento


Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó de su gira por el campo. Los peones que mateaban en el galpón y lo vieron acercarse al lento tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de puro viejo,—observaron primero el balanceo de las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo, presagiaron borrasca.

—Pa mí que v'a llover—anunció uno.

—Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio, el capataz, muy serio, con aire preocupado, agregó:

—Y no será difícil que caigan rayos.

Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento, casi todos ellos hijos y nietos de servidores de los Moyano, conocían perfectamente a don Fidel.

Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto de un animal potente, inofensivo para quien no le agrediera, temible para quien se permitiese fastidiarlo.

Fué siempre liso como badana y límpido cual agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas hacían estremecer el intrincado bosque de sus barbas, como se estremecen alegres los pajonales, cuando en el bochorno estival, la fresca brisa vespertina, mojada en agua del río, hace cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas en el cieno del bañado.

Empero, al llegar a la cincuentena, cuando murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa, el carácter de don Fidel cambió en forma sensible.

Normalmente era el mismo de antes, bondadoso y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible, violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados y sosteniendo ideas absurdas, al solo objeto de que los inculpados se defendiesen, o los interpelados le contradijeran, para exacerbarse, montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.

Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno, más suave que maneador bien sobado y bien engrasado con sebo de riñonada.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Culpa de la Franqueza

Javier de Viana


Cuento


Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.

En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.

Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».

Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.

Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.

Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.

—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...

—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:


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P'Hacerlo Rabiar al Otro

Javier de Viana


Cuento


—Me vi' a dir.

—¿P' ande?

Pa cualisquier pago que tenga arroyos ande uno pueda arrojarse...

—¿Tenés ganas de augarte?

—...o campos fieros, con serranías o cangrejales que permitan quebrarse el pescuezo de una rodada!...

—¡La pucha!... Sabe aparcero qu' está más fúnebre que cajón de difunto?... ¿Qué le acontece?.. ¿Carnió a lo gringo y cortó la vegiga de la yel?...

—¡Cuasi asina!... ¡De la res qu'he carniao, tuitas las tripas me resultan tripas amargas!...

—¿Y d' ahí?... El remedio está acollarao con la enfermedá: deje las achuras pa los perros y meriende los costillares y la pulpa...

—¡Si la res que carnié no tiene más que achuras!...

Esta última frase la pronunció Trifón con tal acento de amargura y de descorazonamiento, que su amigo Silverio, condolido, cambió de tono y exclamó afectuosamente:

—Estás desagerando, muchacho... Por ruin que sea la lonja, ningún lazo se rompe de la primera enlazada... ¿Qué te pasa para ponerte blandito asina?...

—¡Que m' ha de pasar!... Usté lo sabe bien.

—Carculo no más... Yo no he dentrao al rancho 'e tu alma pa saber si la cama está renga.

—No carece dentrar al agua pa saber qu' el arroyo está de nado.

—Sí; cuando se tiene seña. En el paso chico del Auspon, pu' ejemplo, yo sé que cuando l' agua llega al primer ñudo del sauce viejo de la derecha, moja las verijas del mancarrón, y cuando sube hasta la horqueta, baña el lomo... Eso sé, porque lo vide sinfinidad de ocasiones... Pero en tu caso...

—Mi caso es más claro entuavía,—respondió violentamente Trifón. Y echándose sobre los ojos el chambergo, se fué de la enramada.

Silverio, gaucho maduro ya, lo miró partir con lástima, sacudió la cabeza, sacó la tabaquera y mientras armaba un cigarrillo, exclamó:


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Los Gringos

Javier de Viana


Cuento


La estancia de los «Horcones», después de extenderse por varias leguas en el oeste de la provincia, se ha ido desparramando en otras varias leguas, por la pampa lindera.

Las primeras se debieron al esfuerzo consecutivo de tres generaciones de Salazar de Villarica. Don Martín el fundador, fué un vasco recio y animoso que se instaló en el entonces semidesierto, con un rebaño de ovejas y cuya energía logró triunfar en la lucha incesante con la indiada, con los malevos, con las policías, con los alcaldes y las calamidades menores de las sequias torturantes y de las inundaciones desvastadoras.

El segundo Salazar de Villarica, don Carlos, heredó de su padre un vasto y próspero establecimiento, que él agrandó y perfeccionó mediante un esfuerzo y una tenacidad dignas del heróico antecesor.

Contribuyó no poco a sus éxitos, Lino Colombo, robusto y activo mocetón genovés, que empezó por sembrar unas cuantas hortalizas y plantar una docena de frutales.

Y dos años después, ya no era una docena, sino una centena de durazneros, perales, manzanos, que formaba alegre festón al antes desnudo y triste caserón de la estancia.

La peonada gaucha miró al principio con adversión al innovador.

—Ahí viene el loco 'e los árboles—decía despreciativamente uno, al verlo regresar, siempre a pie, las herramientas al hombro, en mangas de camisa, la cabeza eternamente descubierta.

—Ahí está el dueño de la hacienda verde—mofaba otro, no pudiendo comprender que el campo pudiese ser ocupado en otra cosa que en la cría de vacas, caballos y ovejas.

Empero, como el gaucho es por naturaleza goloso, cuando llegó la producción, cuando pudieron hartarse de duraznos, de peras, de manzanas, de membrillos, cesaron las hostilidades, aunque no las puyas, hacia el «ganadero de la hacienda verde», a quien, por otra parte, don Carlos dispensaba la mayor confianza, alentándolo en sus plantaciones.


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Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Lanza Seca

Javier de Viana


Cuento


Profundamente abatido, Ponciano resistió aún:

—¡No Nerea!... Eso no; ¿pa qué comprometerme al ñudo?... ¿Tenés ganas de comer una ternera gorda?... Yo tengo muchas en mi rodeo y no viá dir a carniar la ternerita blanca del vasco Anselmo, exponiéndome a un disgusto...

—¡Compraselá!

—Ya te dije que no quiere venderla.

—Robaselá, entonces...

Y luego, con esa expresión de insolente fiereza que sólo saben tener las mujeres, exclamó:

—¡No ha de ser el primer zorro que desollés!...

La bofetada hizo empurpurar sus flacas mejillas tostadas por todos los soles estivales y por todas las heladas invernales. Pero la pasión, una pasión casi senil, le maneó la voluntad y el orgullo. Guardó silencio.

Envalentonada, la china impuso:

—Ya sabés: el lunes que viene, de aquí cinco días, es mi santo, y yo quiero festejarlo comiendo la ternerita blanca del vasco Anselmo.

Ponciano se despidió contristado, sin aventurar una respuesta. En el momento de montar a caballo, ella insistió:

—Si el lunes no venís con la ternera, es al ñudo que vengás...

Era él un gaucho alto y flaco, que parecía más alto y más flaco debido a la eterna vestimenta negra. Tenía una cabeza perfectamente árabe; denegridos el pelo, la barba y los ojos; aguileña y afilada la nariz; salientes los pómulos, hundidas las quijadas, obscura la tez, finos los labios, blanquísimos los dientes.

Su flacura le había valido el mote generalizado de «Lanza seca» y pasaba en el pago por un personaje misterioso.

Su oficio era el de acarreador de ganado para invernadas y saladeros, y tenía gran crédito debido a su pericia y a su honradez.

En los veinte años que llevaba trabajando en el pago, nadie había tenido de él la más mínima queja.


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La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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La Recaída

Javier de Viana


Cuento


Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.

Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.

No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.

Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.

Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.

Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.

Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.


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El Consejo del Tío

Javier de Viana


Cuento


Aún no había aclarado del todo, cuando Albino estaba en la enramada ensillando con sus pilchas miserables, su mancarrón tubiano, flaco, abatido, tan miserable y ruinoso como el apero.

Don Tiburcio, el capataz, extrañado de aquel insólito madrugón de Albino, le preguntó:

—¿P‘ande estás de viaje?

—Pa los Campos del Diablo—respondió el mozo con voz compungida.

—¿Y por qué te vas, muchacho?...

—¡Yo no me voy, m'echan!...

—¿Quién te echa?

—Mi tío Pancho... Anoche me dijo: «Mañana mesmo me ensillás tu sotreta y te mandás mudar. Si cuando yo me levante t'encuentro tuavía aquí, te vi a untar los costillares con ungüento e tala».

—¡Y el patrón es muy capaz de hacerlo!—asintió riendo el viejo.

—¡Ya lo creo qu'es capaz!... Es un bruto, mi tío Pancho!...—respondió Albino, al mismo tiempo de apretarle tan rudamente la cincha al tubiano escuálido, que este encorvó el cuello y le tiró un tarascón, como diciéndole: «¡No seas bruto, vos también!».

—Y a todo eso—gimió el muchacho—porque tengo una enfermedad, la e ser un poco chupista.

—Y bastante haragán; son dos enfermedades.

—No, es una mesma. Cuando me chupo un poco no tengo juerza pa trabajar, y entonces me da rabia y chupo más... ¡y claro! tengo menos juerza...

—Y más ganas de chupar.

—Dejuro. Adiós don Tiburcio.

Y se marchó, rumbo a los «Campos del Diablo», vale decir a lo ignoto, al azar de la existencia bagabunda.


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