Textos más descargados etiquetados como Cuento disponibles publicados el 11 de julio de 2024 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 11-07-2024


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El Primer Sueño de un Niño

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una gran movilidad en las cabezas de los muchachos, ciertos ademanes libres e irrespetuosos y murmullos demasiado perceptibles en la clase demostraban que la autoridad del maestro había sufrido algún eclipse, pero no total, porque las conversaciones se sostenían en voz baja, y los gestos y actitudes antiacadémicos no traspasaban ciertos límites. Era una insubordinación prudente, a que daba ocasión un hecho extraordinario.

En efecto, don Hipólito Ablativo, maestro de primeras letras y director de la escuela, había inclinado la cabeza sobre el pupitre y se había quedado dormido explicando por centésima vez a sus discípulos aquella gran inundación bíblica que cubrió de agua toda la Tierra.

No era don Hipólito un profesor vulgar: conocía los sistemas de enseñanza más modernos; pero su escasa dotación no le permitía instalar un jardín Fröbel. Un amigo le había remitido en otro tiempo una de esas cajas enciclopédicas, que explican a los niños las evoluciones de las primeras materias, hasta su última trasformación industrial; pero la mazorca de maíz, los granos de trigo y de arroz, en fin, los objetos más interesantes de la caja, habían sido devorados por los alumnos a quienes dejaba sin comer. El señor Ablativo practicaba en lo posible el método de hacer agradable la enseñanza a los muchachos, y con este objeto había obtenido del alcalde una autorización para restablecer en su escuela los azotes.

Las razones que expuso ante el Ayuntamiento para obtener aquel permiso eran poderosas:


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El Período de Reposo

José Fernández Bremón


Cuento


Hacia el año 3.140.985.675.412.489 de la creación, el terreno que hoy llaman moderno los geólogos hallábase cubierto por tres capas diferentes, depositadas sobre la corteza del globo por los seres orgánicos pertenecientes a otras tantas edades, y que habían ayudado a formar, ya los agentes químicos, ya las fuerzas mecánicas, ya esos insectos microscópicos a cuya laboriosidad se deben muchas islas y montañas. París, Londres y Madrid yacían sepultados bajo tierra, y el pico de la más alta pirámide servía de guardacantón a los muchachos. En cambio, los sacudimientos interiores del planeta, quebrando por algunos lados la parte sólida de la Tierra, habían hecho salir a la superficie, no sólo rocas graníticas de las que hoy considera la ciencia pertenecientes al terreno primitivo, sino verdaderas montañas de un metal desconocido y compuesto al parecer de la fusión y mezcla de infinitas materias metálicas, completamente nuevas.


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El Ejército de Carámbano

José Fernández Bremón


Cuento


Hacía muchos años que no veía a mi amigo Carámbano; pero conservaba muchos recuerdos de sus extravagancias: últimamente me habían dicho que su familia le había llevado a un manicomio. Calculen ustedes la sorpresa con que me lo encontraría suelto en una calle de Madrid, y la desconfianza con que recibí sus abrazos y sinceras demostraciones de amistad.

—Tenemos que hablar mucho —me dijo después de terminados los saludos—. ¿Tienes mucha prisa? Sentémonos en aquel banco: sé que escribes algo, y quiero comunicarte un proyecto que pienso presentar a las Cortes. Ya sabes que siempre nos hemos entendido.

Le di las gracias por el favor y nos sentamos.

—¿Es algún proyecto económico?

—Sí: quiero economizar sangre.

—Vamos. ¿Tienes alguna receta contra el cólera?

—No —repuso Carámbano poniéndose muy serio—. Se trata de una revolución en la ciencia de la guerra: de evitar el reemplazo: de trasformar las armas: de conquistar el universo.

La actitud pacífica de mi amigo me había tranquilizado; pero aquellas palabras me pusieron en guardia.

—Siento decirte que tengo alguna prisa —exclamé al oír aquel exordio.

—La vida es larga —repuso el loco—, y mi proyecto corto: te advierto además que he decidido que me escuches.

—Eso es otra cosa.

—Pues, entonces, continúo: ¿has visto en el circo de Price los toros amaestrados que se exhiben estas noches?

—No: pero he visto monos, elefantes, perros, cabras y otros muchos animales domesticados.

—Perfectamente: entonces estarás convencido de la superioridad del hombre sobre toda clase de animales, y del escaso número de ellos que aprovecha para su bienestar. Es un absurdo creer que dominamos el planeta, mientras haya leones y tigres en la selva, mientras el rinoceronte haga su capricho en los bosques africanos y la pantera aceche en Java al viajero extraviado.


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El Dios de las Batallas

José Fernández Bremón


Cuento


Ello era que algo habíamos de adorar, después de derribado el culto católico o de estar por lo menos arrinconado en ciertas conciencias retrógradas o en el oratorio de algunas viejas tenazmente devotas. La elección de dioses ofrecía muchas dificultades: unos opinaban que se adoptase la religión de Zoroastro, pero rechazaron el culto del fuego todas las compañías de seguros contra incendios. El buey Apis ofrecía la ventaja, para un año de hambre, de poder aparecerse en forma de roast beef a sus devotos; pero tenía el inconveniente esta divinidad de verse expuesta a la mayor de las irreverencias si alguna vez encontrase a la traílla de la plaza. Recordando que los pueblos habían doblado la rodilla ante ciertos vegetales, un cocinero francés propuso el culto de la trufa: su voz fue ahogada por los partidarios del tomate y la cebolla. Un tribuno desgreñado, amenazando al cielo con los puños, aseguró que el hombre debía adorarse a sí mismo: su teoría mereció la reprobación de las mujeres. En fin, buscando dioses nuevos, sucedió lo que sucede con las formas de los trajes y las formas de gobierno: volviose la vista al pasado y decidieron los hombres elegir tres divinidades en el Olimpo, dejando a la libertad individual la creación de los dioses menores y los héroes. He aquí los númenes que obtuvieron mayoría.

Marte: fue votado por todos los hombres, exceptuando los miembros del Congreso de la paz y algunos generales.

Venus: sólo tuvo una leve oposición por parte de las feas.


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El Árbol de la Ciencia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Érase el mes de mayo, a la caída de la tarde, en un hermoso día.

Las muchachas salían a los balcones, las macetas ostentaban esas galas de la primavera con que pueden adornarse las plantas que vegetan a fuerza de cuidados, privadas de la atmósfera libre de los campos, sin espacio donde desarrollar sus raíces y sin jugos con que alimentarse.

Estaba el cielo sereno, si cielo puede llamarse lo que distingue el habitante de la corte por el tragaluz que forman los tejados.

No hacía viento.

Asomada en uno de los balcones de cierta calle había una joven, al parecer de dieciocho años, ocupada en arreglar una maceta; la bella jardinera examinaba con atención los botoncillos de la planta, sonriendo de satisfacción al contemplar su lozanía. Parecía decir con sus sonrisas: «Ésta es mi obra».

Y la planta impertérrita no esponjaba sus hojas, ni erguía sus ramas al contacto de aquellas manos blancas y suaves.

¡Qué ingratas son las plantas!

¿Será ficción la sensibilidad que les atribuyen los poetas bucólicos cuando se trata de las heroínas de sus versos?

¿Será la sensitiva entre los vegetales lo que entre nosotros una niña nerviosa?

¿Tendrán corazón las setas y pensarán las calabazas?

Sientan o no las plantas, como afirman algunos, la que era objeto de tales caricias no se daba por entendida.


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Un Dios de Sombrero de Copa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los amigos de don Teótimo Gravedo llenaban los salones de su espléndida morada, atraídos por esta singular invitación:


D. T... G... pronunciará un sermón muy corto en la noche del próximo domingo, y después dará un té religioso a sus amigos. Tendrá la mayor satisfacción si se digna Vd. honrar su casa aquella noche.


Era don Teótimo hombre ceremonioso y circunspecto, de cara larga, nariz larga y patillas aún más largas que la cara y la nariz: su estatura era tan alta, que los pantalones mejor medidos le resultaban siempre cortos: sentado, parecía estar de pie, y de pie parecía andar en zancos. Cuando los convidados estuvieron reunidos dijo extendiendo sus brazos por encima de toda la reunión:

—Señores: Todos habéis notado que la fe desparece y lo habréis observado con dolor, porque me consta que todos sois deístas. Los cultos antiguos están en oposición con las ideas nuevas: son religiones para las mujeres y los niños. Acaso os decidiríais, para restaurar el sentimiento religioso, a practicar cualquiera de los ritos conocidos, pero sois gentes ocupadas; mientras se oye una misa se puede hacer un préstamo al Gobierno. Lejos de nosotros ahuyentar del mundo la idea de Dios, sombra benéfica, que da resignación al pobre y protege nuestras arcas. Dios nos ha hecho grandes servicios cuando era poderoso entre los hombres: no podemos abandonarle en la desgracia.


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Quintar los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


La conversación había llegado a su mayor grado de interés: mientras los diversos contertulios expusimos nuestros planes de gobierno, los debates habían sido lánguidos: unos en nombre de la religión, otros en el de la libertad, o de los intereses permanentes, todos queríamos mandar del mismo modo, es decir, imponiendo cada cual al país sus pensamientos. Pero desde que empezó a hablar don Pancracio, prestamos gran atención a su programa extravagante. En su Constitución la soberanía reside en la mujer, por tradición que empieza en Eva. En sus Cortes discutirán los diputados usando el alfabeto de los mudos, y sólo serán admitidos a votar leyes después de sufrir un examen riguroso. Recordamos entre sus derechos individuales el derecho al pan y al agua: sus presupuestos tenían la sencillez de la cuenta de la lavandera: y en lo tocante a quintas, dijo que sólo admitía la quinta de los muertos.

Esta última base de gobierno produjo gran extrañeza en la reunión. ¿Quería don Pancracio un ejército permanente de fantasmas? ¿Trataba de regularizar por medio de un reemplazo equitativo la desordenada leva de la muerte? ¿Pretendía disminuir administrativamente la mortalidad escandalosa de esta corte? Para quintar los muertos, ¿habría ideado tal vez diezmar los médicos?

—Señores, dejen ustedes de dar tormento a su fantasía —dijo don Pancracio con el orgullo de un reformador—. Mi proyecto es demagógico, como lo fue en otro tiempo la igualdad ante la ley; pero es justo: hoy pido la igualdad ante la muerte. ¿Qué dirían ustedes si para el servicio de las armas, que es una necesidad social, utilizáramos únicamente, cuando tuviesen edad, los niños de la Inclusa y del Hospicio, los pobres de los asilos y cuantos ingresan en los establecimientos oficiales de beneficencia, sin exigir ese tributo a los demás?

—Sería injusto —respondimos.


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Julio

José Fernández Bremón


Cuento


La guerra y el amor habían hecho conocer a Julio César todo el valor del tiempo. Cuando el heroico galán observó que la juventud caminaba muy deprisa, no encontrando otra manera de retardar la vejez, alargó el año. La reforma del calendario produjo una modificación de las edades, prolongó el plazo de las deudas y retrasó la marcha de los siglos. Murmuraron los acreedores, y se indignaron los mancebos que tenían impaciencia por ser hombres; pero las matronas romanas se adhirieron por unanimidad a la reforma, si bien no creyeron suficiente el aumento de diez días al año.

No me extraña que en los funerales de César quemaran las romanas sus joyas, regalo tal vez del héroe difunto, ni que su memoria haya llegado a la posteridad con tal prestigio. Todo el que cumple 36 años, a no ser por Julio César cumpliría 37: el indulto de un año de edad es inestimable en esa época de la vida en que los días abrevian como días de otoño, y los años parecen mal medidos, a pesar de tener añadidura. Julio César será siempre el bienhechor de las jamonas.

La suma de esos diez días, aun restando los bisiestos, forma en la Era cristiana una aglomeración de medio siglo: esto nos permite hallarnos en el siglo XIX, perteneciendo en rigor al siglo XX, y viviendo tan al día, hablar con tal seguridad del porvenir. Nuestra generación se columpia entre dos siglos.


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El Futuro Dictador

José Fernández Bremón


Cuento


Discutirán los oradores, gritarán hasta los mudos, se harán ridículos todos los sistemas de gobierno, y el órgano del entusiasmo desaparecerá del cerebro de los hombres. «¿Qué hemos hecho?», dirán todos cruzándose de brazos. Pero sólo comprenderán lo que han deshecho. Habrá ??? semanales y gobiernos por horas como los coches de alquiler. El poder será un columpio donde todos suban y bajen meciéndose por turno.

Pero un día pregonarán los ciegos esta Gaceta extraordinaria:


Los accionistas de la compañía anónima El ??? universal han decidido nombrar gerente perpetuo del país al opulento banquero don Próspero Fortuna. La compañía indemnizará a los agraviados: colocará en sus oficinas a todos los escritores que tengan buena letra: adelantará fondos a los hombres de palabra, repartiendo a ??? acción un dividendo: serán satisfechos los atrasos de las clases superiores y se mejorará el rancho de las tropas; sí, ciudadanos, nuestros soldados almorzarán café con leche.

La compañía iluminará por su cuenta la población, para que se vea mejor vuestra alegría.

Madrileños:

Las fiestas durarán tres días: id a los teatros: entrad en los cafés: pedid cubiertos en las fondas: paseaos en los coches de alquiler: tomad lo que se venda: todo está pagado. ¡Viva don Próspero Fortuna!


La Gaceta caerá en Madrid como una bomba. Oigamos a los periódicos de entonces. Fragmentos de un artículo doctrinal de La ???, periódico muy serio:


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El Crimen de Ayer

José Fernández Bremón


Cuento


«Felices los que hallan siempre la moral en armonía con su conveniencia, porque nunca tendrán remordimientos». Así reflexionaba anoche cuando falto de asunto de actualidad para la revista, me dirigí en busca de mi amigo Damián, a quien salvé la vida hace dos meses consiguiendo apartar de su ánimo la manía del suicidio.

—¡Oh amigo mío! —le dije con el acento más suave que pude dar a mi voz—, ya sabes que no deseo tu muerte, pero como al fin y al cabo la vida es corta y miserable y pudieras persistir en la idea de poner punto final a la tuya; sin que esto sea inducirte al suicidio, vengo a rogarte que, si continúas decidido a morir, lo hagas esta misma noche en mi presencia, para darme un asunto dramático y conmovedor con que impresionar mañana a los lectores.

»En estos tres últimos días no ha tenido la bondad ningún marido de hacer la vivisección de su mujer culpable; no se ha determinado a fallecer ningún hombre eminente; ni siquiera se han atrevido los imitadores a asaltar un simple tranvía, a ejemplo de lo ocurrido en provincias hace poco; el cometa que han visto algunos en el cielo no dirige la proa hacia la tierra; todo funciona con monotonía insoportable; felices los revisteros que pudieron anunciar el incendio de Roma por Nerón y la derrota del Guadalete. El mundo ha degenerado, amigo mío. Ya no sucede nada. En ti confío únicamente.

—Mucho siento —contestó Damián con benevolencia— no poder complacerte; pero tus argumentos en contra del suicidio me convencieron.

—Sin embargo, acaso pude equivocarme —repliqué—. Medítalo con calma, amigo mío.

—Comprendo tu situación —repuso Damián—, y voy a darte asunto.

—¡Ah, buen amigo! —dije abrazándole—. ¿Te decides a morir? ¿Te sacrificas a la curiosidad pública?

—No hay necesidad: voy a referirte un hecho que conmoverá seguramente a los lectores. Enciende el cigarro y eschucha.


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