Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que
separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus
polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran
disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en
quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas
hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme
brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas.
El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que
sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las
lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío
Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica
a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo
el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca,
veía triste el mar.
— Eh, tío Lucas, ¿se descansa?
— Sí, pues, patroncito.
Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place
entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del
trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del
músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente
de la viña.
Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus
relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero
de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue
soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su
rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo, y…
Y aquí el tío Lucas:
— Sí, patrón; ¡hace dos años que se me murió!
Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises
peludas, se humedecieron entonces:
— ¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a
todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me
hallaba enfermo.
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