A don Miguel de Unamuno
Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias,
nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar
un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue excomulgado y, sin
embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la
novedad y rareza de la factura, y, sobre todo, por la extravagancia o
humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siècle
que, fríos e impasibles ante los lienzos del periodo glorioso del arte,
vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos
extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbida y
voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o
biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que
significa una novedad, una impulsión será que mortifique el pensamiento
y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo
esto había en El hijo pródigo.
Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel
Caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y
el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno, que llevó
visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en
su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de las hombres y
atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que
turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las
exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.
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