Pierrot
Guy de Maupassant
Cuento
La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio campesina, medio señora, que se adornaba con cintas y volantes y llevaba sombrero. Era una de esas personas que hablan enfáticamente, que cuando se encuentran en público se dan tono de grandeza, y que bajo un aspecto cómico y abigarrado esconden un alma de bestia presuntuosa de la misma manera que bajo guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas.
Por criada tenía á una honrada campesina, muy sencilla, que se llamaba Rosa.
Y las dos mujeres vivían en una casita pequeña, una casita con persianas verdes, que á lo largo de un camino de Normandía se alzaba en el centro del territorio de Caux.
Como frente á su casa tenían un pequeño jardín, en él cultivaban legumbres.
Pero sucedió que, una noche, les robaron una docena de cebollas.
En cuanto Rosa se enteró del hurto, corrió á prevenir á la señora, que bajó vistiendo refajo de lana. Y se produjo una escena de verdadera desolación, de verdadero terror. Habían robado, robado á la señora Lefèvre... En el país se robaba, y el robo podía repetirse.
Las dos mujeres, aterrorizadas, contemplaban las huellas de los pasos y hacían mil suposiciones. «Por ahí han pasado —decían— y subiendo por la tapia han saltado al camino».
Y el porvenir las aterrorizaba, y ya no podían dormir tranquilas.
La noticia circuló rápidamente: los vecinos llegaron, empezaron á discutir, y las dos mujeres comunicaban sus ideas y sus observaciones á cuantos llegaban.
Un labrador que vivía muy cerca les dió un consejo: «Ustedes deberían tener un perro».
Y era verdad; debían tener un perro aun cuando sólo fuese para dar la voz de alarma. Y no un perro grande, ¡santo Dios! ¿Qué harían con un perro grande? se arruinarían para darle de comer. Un perro pequeñito... con que ladrase sería bastante.
Dominio público
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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.