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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 17-12-2020


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El Palacio Encantado

José Zahonero


Cuento


I

En la casa más pobre de una ciudad de Castilla la Vieja vivían una anciana señora y un pequeño huérfano, nieto suyo.

Por su modesta y honrada vida estas dos personas se veían rodeadas de la consideración y del respeto de sus convecinos; y es que nada hay más venerable que una anciana, ni nada más respetable que un niño.

El niño servía á la anciana, y esta deleitaba el ánimo del niño refiriéndole multitud de hechos maravillosos, de aventuras extraordinarias, de asombrosos sucesos.

El niño se condolía de que todo cuanto la anciana le relataba fuera inverosímil.

¡Qué lástima —exclamaba— que no existan esos palacios de cristal, esas fuentes de licor y de leche, esa suculenta ciudad de Jauja, en cuyas murallas puede uno encontrar grandes trozos de mazapán!

Pero como el huerfanito no era goloso, llamaban más que esto su atención los aparecidos, las luces misteriosas, las voces de los trasgos y fantasmas, los palacios encantados y toda esa multitud de bellas locuras que refieren los cuentos de encantamiento.

Oía con atención. Ora se trataba del encuentro de una varita mágica, con la cual aparecían inmensos tesoros, ora de un pez sobre el cual, y en breve tiempo, cruzaba los mares algún personaje; ora de un caballo capaz de caminar en tan vertiginosa carrera que á pocas horas atravesaba el mundo.

Algunas veces oía hablar de un pájaro que escuchando aquí un secreto volaba á referirlo á grandes distancias, otras de una caja en la que un encantador se encerraba y desde ella veía el mundo todo.

Portentosos hechos, raros sucesos, maravillas sin cuento referíale en sus historietas la bondadosa abuelita.

Tantos prodigios escuchó, tales y tan asombrosas relaciones, que un día, dominado por la más íntima tristeza, dijo á la anciana:

—Señora, ¿no es cierto que da pena considerar que cosas tan asombrosas no sean verdad?


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Zapatos Nuevos

José Zahonero


Cuento


I

Metiditos en su estantería se hallaban multitud de botas y zapatos lujosos y modestos, chicos y grandes, de tela y becerro, de charol y de piel de vaca, quietos todos y formados en hileras, como se ven los piés de los soldados el día que estos cubren por cualquier motivo la carrera de alguna procesión ó comitiva cívica de gran pompa.

Entró un parroquiano en la tienda y pasó revista al abigarrado batallón. Se fijó en un par de zapatos que al lado de unas botas nuevas de charol se hallaban como meditando en cual sería su suerte, y eso que poco tenían que pensar en ella. Ellos eran unos zapatos de obrero, y desde luego sospechaban lo mucho que tendrían que padecer, las miserias que habían de presenciar y la triste vejez que les esperaba, pues se verían trabajando hasta romperse de viejos; no así las botitas vecinas, y así lo entendían ellas, pues era más el charol que se daban casi que el que tenían.

¡Oh, las botitas apretarían el pié de alguna dama rica, que siempre las llevaría en coche y, por último, las regalaría á su doncella, la que, por no esperar otras en mucho tiempo, habría de cuidarlas con esmero y solícito amor!

Pronto aquellas botas y zapatos allí reunidos se distribuirían á diversas personas y seguirían opuestos caminos, tal vez para jamás reunirse.

Al meditar en los confusos trazados que señalan los zapatos y botas que andan por el mundo, se medita en los enrevesados y complicados tejidos de hilos que tiende el destino.

Por fin, el parroquiano que había entrado en la tienda se decidió y tomó los zapatos; se los probó, dio dos golpes con ellos en el suelo y salió de la tienda despidiéndose del maestro; en tanto los zapatos lo hacían de sus hermanos, y especialmente, del par de botitas de charol, sus vecinas.


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La Camita Nueva

José Zahonero


Cuento


Á la distinguida Srta. D.ª Consuelo Rojo Arias.

I

Seis duros y medio nos costó, bien lo recuerdo, y la pobre María se acuerda cual si hoy mismo la hubiéramos pagado; como que hubimos de abonar seis reales todas las semanas durante más de cinco meses… gota á gota.

—Pedro, por Dios, no te olvides de los seis reales de la cama, me decía mi mujer todos los sábados al llevarme la comida á la obra. María pensaba en la hora de cobrar los jornales y me echaba aquel lazo para que no pudiese entrar en la taberna; porque la camita era para nuestra chiquitína.

El día que fuimos á comprarla al almacén, era domingo, llovía á hilos finísimos; por nuestro barrio que es de los más apartados y estaba entonces cuasi desnudo de casas se tendió una neblina espesa que impedía ver á más allá de dos pasos. María iba del brazete conmigo ni más ni menos que una duquesa con su duque; la pobre estaba para salir del grave aprieto, y darme un hijo más que ya pesaba en su vientre y pesaría siempre sobre nuestros corazones; habíamos dejado á Luisilla en casa del Sr. Claudio el carpintero y su mujer, gente de ley y buenos vecinos, no era cosa de que su madre la llevase á cuestas, tenía ya cuatro años y pesaba más que un ternero, era rolliza y sanota como yo.

De la cuna pasaría á la camita nueva dejando aquella al huésped que Dios nos mandaba.

En el almacén hallamos con su pluma á la oreja á un dependiente, miren si lo tengo todo bien en la memoria, muy parlero y solícito, nos daba voces y nos hablaba como si María y yo hubiéramos sido dos patanes recien llegados á Madrid, sin miaja de conocimiento, ni gusto para comprender lo que valían las cosas, dimos de fiador al maestro… y cainita nuestra, es decir de Luisilla.

—Oye Luisilla, le dije á la chiquitína, ¿á que no sabes lo que madre te va hacer hoy?


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Un Hilito de Agua

José Zahonero


Cuento


I

Este cuento no es mío, es decir, es mío, porque yo le cuento, y será vuestro en cuanto yo le haya contado; pero en fin, no es de mi invención. Es un sucedido, como dicen las buenas viejas, doctoras en esto de cuentos y más que doctoras en lo otro de chismes.

Me refirió sus aventuras un arroyo que descubrí un día cerca de un árbol donde acostumbran á picotear una gallina y sus pollitos, piando estos como un grupo de chicos y cacareando aquella con la gravedad de quien alecciona ó reprende. El arroyo venía de más allá de la última pradera que, teñida de verde se divisaba lejana.

Era el tal ruidoso y alegre como un sonajero, luciente como una plata y más fresco que la nieve. Tuvo su nacimiento de un hilito de agua formado gota á gota por las desprendidas de una peña altísima; de allí corrió á esconderse en una hondonadita del terreno, y de allí partió, delgado al principio, pero engruesando insensiblemente después. Y vedle cómo así bajó precipitado de la sierra á correr el mundo ¡el pobre aventurero!

¡Qué grata libertad! Pequeño, se deslizaba bonitamente por el suelo dando vuelta á los grandes obstáculos y saltando sobre los despreciables. Así como los carteros entran y salen en todas partes, volviendo siempre á su camino, nuestro arroyo, unas veces ocultándose bajo las zarzas, otras libre por la llanura, ya á la derecha, ya á la izquierda, seguía sin interrumpir su marcha campo adelante.


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Naita

José Zahonero


Cuento


I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Envoltura

José Zahonero


Cuento


I. Mariano ríe

Los mineros del «Pozo Margarita» cobraban el sábado su exiguo jornal á razón de dos pesetas diarias, una para vivir ellos durante la semana y otra para sus familias que habitaban en las aldeas de los alrededores de la mina y en los arrabales pobres de la ciudad.

Eran hombres de manos ásperas y fisonomías rudas; vestían mal y se alimentaban con miserables ranchos de patatas y bacalao y algunos con puchero tan repleto de garbanzos cuanto escaso de carne; no obstante, aquellos hombres trabajaban gastando sus fuerzas en buscar la riqueza oculta bajo la tierra, se hundían en los pozos como en una fosa, para ellos no alumbraba el sol, pasaban el día en la oscuridad ó á la débil luz de una lámpara; el aire puro del campo, impregnado de aromas, no vivificaba sus pulmones constantemente obligados á una asfixiante atmósfera y exponían su vida bajando por las gargantas del pozo y caminando por galerías profundas con peligro de ser aplastados por un desprendimiento ó un hundimiento. Su deber era penetrar todos los días en una sepultura, que tal vez se cerrara para ellos; ésto que para nosotros es suelo que pisamos fijando los ojos en el espacio azul, era para ellos un cielo.

Llegar á lo alto, donde crecen las menudas briznas de hierba, costábales verificar un escalamiento fatigador y peligroso. Miraban á la región de las flores, en la que todos vivimos indiferentes, con la consoladora ilusión con que miramos nosotros á la región de las estrellas.

El sábado había llegado, pero dióse aquel sábado una novedad que llamó la atención de todos los trabajadores.

—¿No sabes, Mariano, que ha venido á la mina el señor Midel con su hija? —dijo un minero á otro.

—El Sr. Midel, Pedro, es el amo principal.


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El Nido de Luz

José Zahonero


Cuento


Á Enriqueta.

I

Frente por frente de mi casa vive un joven escritor.

Es pobre, me consta, y es feliz, lo infiero.

Me consta que es pobre, porque le veo volver á su casa con el rollo de papeles que sacó al salir, y vuelve triste; además, su nombre no es muy conocido. Debe ser dichoso mi vecino, porque… porque lo infiero así por cierto estudio que desde mi ventana hice mirando indiscretamente; mejor dicho, acechando su vida y costumbres.

Su casa es original, todos cantan en ella; la mujer canta, canta su hija, canta su criada, y él á veces atruena la vecindad con su voz áspera, con pretensiones de sentimental.

Veo por las noches su lámpara encendida, el montón de libros que coloca sobre su mesa de trabajo y la multitud de blancas cuartillas que aparecen esparcidas en desorden sobre la mesa y los libros.

Le veo ir y venir; unas veces se sienta y escribe, luego vuelve á su paseo, se detiene, piensa; abre este, el otro libro, mira al techo, se muerde las yemas de los dedos, emprende de nuevo su faena con la pluma, y en muchas ocasiones rasga en menudos pedacitos las cuartillas escritas.

En casos tales, su tristeza es profunda, tal vez duda de sí mismo, recuerda al empresario que no paga justamente el trabajo, al lector indiferente, que ni sabe ni quiere saber tal vez lo que lee, al crítico petulante que injuria y escarnece al autor. Sin duda este pobre literato, sin duda mi vecino se halla en la impotencia y teme no hallar carne ni hueso á que infundir un alma, palabras apropiadas en las que guardar encendidas ideas, ó en que ocultar candentes sentimientos generosos; lucha el escritor con la obra que resiste á la inspiración y al tenaz empeño del obrero, como la piedra al mazo y al cincel.


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El Gorrión Estudiante

José Zahonero


Cuento


I

Es muy laudable en todos el deseo de instruirse y si este deseo impulsa á ejecutar aquello que á la instrucción conduzca, la alabanza ha de ser mayor, porque es muy merecida. Pues señor, en pueblecillo próximo á Madrid, San Fernando, según yo creo, uno de los Carabancheles, según dicen otros autores, si bien disputan sobre si en el de Arriba ó en el de Abajo, nació un gorrioncillo muy listo. Por lo que de él parloteaban ciertos pajarillos, parece que el tal era hijo de un pájaro sabio, admiración de las gentes en las ferias, pues con su pico sacaba de un puchero adivinanzas y profecías y habría llegado á mayores habilidades si el amor no le hubiera hecho fugarse de su jaula y huir con una pajarilla á poner nido como un pájaro cualquiera.

Y de esta calaverada nació el gorrión de mi cuento. Como el talento se hereda, cuando ya pudo volar y ya piaba claro, pensó el pajarillo en seguir una carrera; quiero decir, en tender el vuelo en una dirección determinada y con un propósito decidido.

El veía en el suelo la hierbecilla refrescada por millares de pequeñas y lucientes gotitas de rocío; veía en los árboles los botones que en las ramas anunciaban el comienzo de la primavera á la claridad de la mañana, teñida ya por el rubor rosado de la aurora; miraba ondular como un mar los crecidos y verdosos trigos; sentía correr, produciendo glú glú constante y alegre, una fuente próxima y el pío pío de unos polluelos que se hacían lugar bajo las alas de la gallina madre, y como clarines de guerra oía sonar el canto de los gallos. Y pensó:

—¡Qué grande es el mundo! ¡Pero á bien que yo tengo alas y pronto le correré!


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El Gallito Ulises

José Zahonero


Cuento


I

No se crea que nació en un corral cualquiera. Nació en el parque del marqués de las Doce Crestas, y fué hijo de un hermoso gallo y de una corpulenta gallina; aves de distinción, pues el padre era soberbio como un príncipe y la madre muy honrada madre de miles de polluelos.

Hubiera, seguramente, pasado una existencia feliz, esperando con el tiempo llegar á heredar la jefatura, pues á ello le hacían acreedor su gallardía y su marcial continente; pero la suerte le reservaba para otra existencia más azarosa.

Sucedió que Tadeo, el guarda del corral y de todo el parque, penetró una mañana, un poquito antes de servirles el desayuno, armado de un formidable cuchillo. Los gansos, gente descontentadiza, que piensa que el mundo todo pende de su voz, hablaron á un tiempo: brac, brac, brac. La población del corral acudió al encuentro de Tadeo á darle cortesmente los buenos días, y á colocarse, los mejor educados y los jóvenes, á cierta distancia para aguardar los granos de trigo que esparciese la mano del guarda lejos de sí, y los más glotones y los viejos muy cerca para engullir mucho y pronto. El pollito de nuestro cuento se paseaba no lejos de la multitud, afectando cierta indiferencia propia sólo de personas distinguidas.

—Muy señores míos, —dijo Tadeo al pueblo de pavos, gansos, faisanes y gallinas, que, con la cabeza en alto y el pico abierto, aguardaban otra cosa de más sustancia que un discurso:— es triste la comisión que me trae á ustedes; pero como quiera que todos nos debemos á la patria en que nacimos, vengo á advertir que, herido en su amor propio el mayordomo del señor marqués de las Doce Crestas, nuestro amo, porque la honra es…

La multitud, impaciente, prorumpió en gritos diversos, que querían decir:

—¡Al grano! ¡Al grano!


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