Textos mejor valorados etiquetados como Cuento disponibles publicados el 20 de mayo de 2016

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 20-05-2016


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El Príncipe Feliz

Oscar Wilde


Cuento


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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5 págs. / 9 minutos / 1.035 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Trágico

Antón Chéjov


Cuento




Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Aniuta

Antón Chéjov


Cuento


Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...

—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Misterio

Antón Chéjov


Cuento




La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.

¡Otra vez! —exclamó golpeándose la rodilla—. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

—¡Esto es increíble! —decíase Navaguin paseándose por el gabinete—; ¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! —gritó asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! —añadió dirigiéndose al conserje—; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?

—No, señor contestó el conserje.

—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

—No, señor, no estuvo.

—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

—Eso yo no lo sé.

—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Víspera de la Cuaresma

Antón Chéjov


Cuento


—¡Pawel Vasilevitch! —grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido—. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa que está preparando sus lecciones y llora.

Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:

—Ahora mismo, mi alma.

El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch cálzase las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.

—¿Quién te manda oler esto? —dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico—. Eres un cochino y no un gato.

El comedor comunica directamente con la habitación de los niños. Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.

—¿Qué? ¿Estudias? —le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre—. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..

—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.

—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.

—La división de los quebrados.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Extraviados

Antón Chéjov


Cuento


Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.

—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...

—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!

—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...

—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

—Es una casita bonita —dice Cosiaokin —; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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