I
El tren partió de la estación, machacando con sus patas de hierro las
placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría
que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás
bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al
mismo tiempo repartía a uno y a otro lado salivazos de vapor,
asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso. Ni
siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a
las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro
afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y
oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la casilla del guarda agujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.
Corriendo por allí, veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y el nebuloso horizonte, que bien podríamos llamar el campo de Trafalgar,
veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo
alegres ciudades y villas; veíamos también a Cádiz, que daba vueltas
lentamente cual fatigada bolera, y tan pronto se nos presentaba por la
derecha como por la izquierda.
Después, el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose
paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes
España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las
célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se
dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda
tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca
estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dio
resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo
almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.
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