La Flor de la Maravilla
Arturo Reyes
Cuento
I
Cuando, ya ordenados, sobre el pequeño mostrador, los cacharros de flores, disponíase Rosario la Pinturera á confeccionar las coronas y ramilletes que en el día anterior le encargaran sus numerosos parroquianos:
—¿Me pudiera usté decir, mi morena, cuanto es lo que vale la flor de la maravilla?—le preguntó con acento zalamero, deteniéndose delante del mostrador y mirándola con amartelada pupila, Antoñico Vidondo, más conocido por el Niño del Altozaiio, mozo de no más de veinte y cinco abriles y de regular estatura, de cuerpo fino, nervioso, flexible, de movimientos sueltos y elásticos y de rostro que pregonaba de manera elocuentísima, que algunas gotas debían correr por sus venas, de la sangre más gitana.
Contempló Rosario con desdeñosa indiferencia al que flor tan preciada pretendía y
—Esa flor—le repuso con acento aun más desdeñoso que su mirar—no nace en estos jardines.
—¿Que no nace en estos jardines? pos si ahora mismito la estoy viendo yo de cimbrearse en su tallo, prenda mia.
Y después, y siempre mirando á la gentil ramilletera con mirada codiciosa, medío canturreó, medío recitó, con ritmo dulce y quejumbroso como el de una canturía oriental.
Porque aromas cual las flores
y cómo las flores brillas,
á tí te deben llamar
la Flor de la Maravilla,
Rosario sonrió ligeramente, pero después, como arrepentida, exclamó anulando el efecto de su sonrisa con lo desabrido de su voz:
—Vamos, hombre, no me venga usté á mi con coplitas, que se pone usté siete veces más pesao que los chopos en cazuela.
No se desconcertó el Niño por la poco galante salida de Rosario, y después de poner en libertad un suspiro, patente de la robustez de sus pulmones.
Dominio público
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Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.