«Señor:
»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad
de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de
que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece,
puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez
ganarían.
* * *
»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y
hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso
con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte
años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y
poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en
apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para
juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.
»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a
subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas.
Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las
únicas que les interesan). Después suben y se sientan.
»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al
coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué
clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez
centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a
los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la
incomodidad al lado de una chica.
»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la
ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se
sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que
después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y
cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres
para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.
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