Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos
kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes
palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa
misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las
plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta
hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y
arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.
Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a
excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían
aún la fresca brisa marina.
Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes
tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo
de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus
ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que
no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan
frente a frente.
Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su
apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a
las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a
conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor
aún: que representaba.
Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.
Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.
—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.
—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.
—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era
chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su
nombre.
—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.
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