De la más pura sangre de Aitor había nacido
Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de
sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su
orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.
Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació,
creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.
Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar
en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres.
¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!
Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.
En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la
descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las
peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de
Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.
Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró
de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de
Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de
gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor,
sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos.
Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como
él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.
A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.
A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que
mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras,
escondidas en rincones de nuestros valles.
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