Textos más populares este mes etiquetados como Cuento disponibles publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 5

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 25-10-2020


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Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sangre de Aitor

Miguel de Unamuno


Cuento


De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Chimbos y Chimberos

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Semejante

Miguel de Unamuno


Cuento


Como todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Locura del Doctor Montarco

Miguel de Unamuno


Cuento


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de un Sapo

Horacio Quiroga


Cuento


Es curioso cómo los espíritus avanzados encarnan, en cierta época de su vida, la modalidad común de ser, contra la cual han de luchar luego. Generalmente aquello ocurre en los primeros años, y la página que sigue no es sino su confirmación.

Quien la escribe y me la envía, M. G., figura entre los más firmes precipitadores de la revolución social y es, preciso es creerlo, tan exaltado como sincero. Contados por él, no dejan de tener sabor picante estos recuerdos.

Aquel día fue una fiesta continua. Las lecciones de la mañana se dieron mal, la mitad por culpa nuestra, la otra mitad por la impaciencia tolerante de los profesores, deseosos a su vez de huir por toda una tarde del colegio.

Ese inesperado medio día de asueto tenía por motivo el advenimiento de la primavera, nada más. La tarde anterior, el director, que nos daba clase de moral, nos había dirigido un pequeño discurso sobre la estación que entraba, «la dulce naturaleza que muere y renace con más bríos, los sentimientos de compasión que hacen del hombre un ser superior». Hablaba despacio, mirando fija y atentamente como para no olvidar una palabra de su discurso aprendido de memoria. Lo que no recuerdo bien es la ilación que dio a la primavera y la compasión humana. De todos modos, el día siguiente, 23 de septiembre, nuestro 2.º año debía ir al Jardín Botánico.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Cuarta Septicemia

Horacio Quiroga


Cuento


(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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