La Procesión de los Santos
Armando Palacio Valdés
Cuento
Más de una vez me aconteció penetrar en la vieja catedral gótica a la caída de la tarde. Allá en el fondo hay una obscura capilla solitaria, y allá en el fondo un Cristo solitario abre sus brazos doloridos entre dos cirios que chisporrotean lúgubremente.
En pie frente a El, le contemplo, le imploro y muchas veces también le interrogo: «¿Quién te ha enseñado esas dulces palabras que salieron de tus labios? ¿Por qué te has dejado matar? ¿Por qué no has luchado, por qué no has herido y triunfado? ¿Eres Dios, o eres un iluso? ¿Por qué no has sido egoísta y vano y cruel como yo lo he sido?»
El me escucha y murmura palabras de consuelo, y algunas veces sus ojos se clavan en mí con severidad, y alguna vez me sonríen.
Una tarde, de rodillas, apoyé la frente sobre el pedestal de la cruz. Ignoro el tiempo que así estuve. Al cabo sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Alcé la cabeza, y vi la figura blanca y radiosa de un hombre por cuya frente corrían algunas gotas de sangre. El Cristo había desaparecido de la cruz.
—Sígueme—me dijo con voz que penetró hasta lo más profundo de mi corazón.
Al mismo tiempo, por detrás del altar surgieron otras figuras de hombres y mujeres, y en un momento se pobló la capilla. La capilla era pequeña, pero la muchedumbre era grande.
—Seguidme todos—dijo el Señor.
Y nos lanzamos a la puerta en pos de Él los que allí estábamos.
—¡Vamos al cielo!, ¡vamos al cielo!—oía murmurar a los que tenía cerca.
Dominio público
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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.