Sígueme, amor mío, con los ojos del pensamiento a las riberas del
Cadagua, a las ribera,; que más envanecen por bellas a aquel espumoso y
fresco y cristalino río, desde que pierde de vista a su nativo valle de
Mena, hasta que Dios le hunde en el Ibaizábal, apenas ha andado cinco
leguas, en castigo de la prisa que se da a alejarse del valle nativo.
Sígueme con el pensamiento hasta el concejo de Güeñes, uno de los más
pintorescos de las Encartaciones, que le he escogido por teatro de uno
de mis cuentos más dolorosos, y por lo mismo menos sonrosados.
Por el fondo del valle corre, corre, corre, corre, como alma que
lleva el diablo, el desatentado Cadagua, y al Norte y al Mediodía se
alzan altísimas montañas, en cuyas faldas blanquean algunas caserías a
la sombra de los castaños y los rebollos.
En una de las colinas que dominan a la iglesia parroquial de Santa
María, y que puede decirse forman los primeros escalones de los Somos,
que este nombre se da a las montañas del Norte, había a principios de
este siglo una casería conocida por el nombre de Echederra.
Verdaderamente correspondía a aquella casería la denominación de Casa
Hermosa, que no es otra la significación de su nombre vascongado.
La casa se alzaba, blanca como una pella de nieve rodeada de la
montaña, en un bosque de nogales y cerezos, y a su espalda se extendían
unas cuantas fanegas de tierra cuidadosamente labradas.
Hermosos parrales orlaban toda la llosa, costeando interiormente toda
la cárcava, y lozanas hileras de perales y manzanos ocupaban los
linderos de las diferentes piezas en que la llosa estaba dividida.
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