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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 27-01-2021


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De los Balcones y Portales

Gabriel Miró


Cuento


Caminaba Sigüenza por lo más fragoso y bravío de la comarca alicantina. Era un valle hondo y muy feraz, entre dos sierras de faldas verdes de viña y panes, y las cimas de muchas leguas yermas entrándose en el cielo.

Los pueblecitos y aldeas pardeaban agarrándose temerosamente al peñascal.

Sigüenza viajaba en jumento, que era grande y viejo y algo reacio a los mandatos del espolique y a los suaves golpes de sus calcañares, pues montaba a la jineta y todo, aunque en silla de zaleas y de rudos aciones de soga.

Y llegó a un lugar que de todos los del valle era el más encumbrado. Al lado de las primeras casas había una fuente de seis caños muy abundantes. Después halló una plaza con una añosa noguera en medio y una iglesia de hastial moreno, torre remendada y una menuda espadaña que se dibujaba limpia y graciosa en el azul.

En esa plaza, entre bardales desbordantes de manzanos y duraznos, estaba la casona donde el cansancio de Sigüenza tuvo refrigerio y se le dio posada algunos días.

Me apresuro a deciros que no era aquello parador aldeano, sino honestísima morada de dos señoras doncellonas, hermanas de un magistrado de Teruel.

El comedor y algunos dormitorios y salas tenían balcones que eran deliciosos miradores de todo el paisaje; veíase la profunda vallina, la gracia de cielo pasando entre los montes; a lo último, el mar.

El portal daba a la plaza de la noguera. Y desde el hondo vestíbulo veíase la rozagante fronda de este árbol y los verdores de los frutales que reposaban en los cercados, y la pobre parroquia de color de pan campesino con un fondo gozoso de azul, y en el silencio, de tiempo en tiempo, se oía un andar cansado de leñadores, de caminantes, de cabreros, y alguna vez pasaba una bestia cargada de maíz tierno.

Pues las señoras consumían su vida sentaditas en la entrada, pero dando la espalda al nogal y a toda la plazuela.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.

Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...

Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Mañana

Gabriel Miró


Cuento


Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.

Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.

Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.

Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.

Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.

De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.

Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.

Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

En el Mar - Vinaroz

Gabriel Miró


Cuento


Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Paseo de los Conjurados

Gabriel Miró


Cuento


Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.

Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».

Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.

Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.

El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Jornada del Tiro de Pichón

Gabriel Miró


Cuento


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.


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La Fruta y la Dicha

Gabriel Miró


Cuento


La frescura y delicia de las cerezas y de los albaricoques, que van llegando a la plenitud del sabor de sus sucos, de los colores y gracia de su forma y de la fragancia de su piel, traen siempre a Sigüenza el recuerdo de las josas y de los huertos, cuando están los frutales desnudos de fronda y prendidos delicadamente de flor nupcial. Y esas cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frío en su encendimiento de sangre y de brasa, y esos albaricoques que huelen y saben a jardín romántico y a carne de mujer de una castidad tan melancólica y selecta que santificaría el mismo pecado, estas frutas presentan también a Sigüenza la emoción del verano, le colocan bajo un pórtico estival: desde él se ve la vida campesina, dorada, gloriosa —sin dejar de sentirse la primavera—, una vida grande, llameante y breve. Y recuerda también una mañana que comió una guinda o un albaricoque tan exquisito que quiso perpetuarlo y plantó el hueso en... ¿dónde plantaría ese hueso, Señor?

...Pues en esos «días frutales» se ha oído a sí mismo pronunciar: «seamos dichosos». Y al decirlo comenzaba a serlo; su vida se abría gozosamente para recibir los finos oreos y las largas contemplaciones de la dicha prometida. Porque en aquellas palabras había un principio de voluntad y de conciencia de la dicha, sin las cuales el hombre a quien las gentes envidian por venturoso se aburre, y el aburrimiento no es ni desgracia; es una tristeza obscura, confinada de humo que viene de las hogueras de los otros. ¿Habéis visto un niño que se aburre? Parece que se anticipe a una pobre mayor edad; un niño que se aburre es un remordimiento para los grandes. En la mirada de un niño aburrido ve Sigüenza las angustias de los hombres. Y un hombre que se aburre ha regresado a una infancia sin ternuras, sin tránsitos de ilusión, de exaltación.


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La Nena de la Tos Ferina

Gabriel Miró


Cuento


De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Otra Tarde

Gabriel Miró


Cuento


Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades.

«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.

Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.

Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.

El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.

Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.

Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

—¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!


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La Aldea en la Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.


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