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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 27-10-2020


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Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Primer Amor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once o doce años? Más bien serían trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me atrevo a asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes trastornos.

Si no recuerdo bien el «cuándo», por lo menos puedo decir con completa exactitud el «cómo» empezó mi pasión a revelarse.

Gustábame mucho —después de que mi tía se largaba a la iglesia a hacer sus devociones vespertinas— colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un museo. Siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcaico y discreto: el aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un «ridículo» de terciopelo azul bordado de canutillo: un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones. Yo los curioseaba y los volvía a su sitio. Pero un día —me acuerdo lo mismo que si fuese hoy— en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio encaje, vi brillar un objeto dorado… Metí las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Culpable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren… Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.


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Champagne

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro… el día de mi boda.

—Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? —preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no —repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa—. Por haberme casado, ando como me ves.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros… Miles, sí, o cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso… ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa… ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah! —murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.


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A Secreto Agravio...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar a los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus docks, no dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Ríopardo, que compite con los mejores del extranjero.»

Y competía. Los amplios vidrios, los escaparates de blanco mármol, las relucientes balanzas, los grifos de dorado latón, el artesonado techo, las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht, las brillantes latas de conservas formando pirámides, las piñas y plátanos maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la golosina. Así como en Madrid salen las señoras a revolver trapos, en la apacible capital de provincia salían a «ver qué tiene Ríopardo de nuevo». Ríopardo sustituía al teatro y a otros goces de la civilización; y los turrones y los quesos, y los higos de Esmirna eran el pecadillo dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo cual no faltaban censores malhumorados y flatulentos que acusasen a Ríopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal sencillez de las comidas en fausto babilónico…


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Buenos Tiempos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas —antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared— un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

—En tiempo de doña Magdalena.


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El Rompecabezas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes poblaciones, privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo. Siempre limpito, con su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda sola y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer sufrir a un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena que adivinan sin poder medir su profundidad.

Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado, porque se daba cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo manchado o roto; Eloy se recogía a casa al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros, porque su madre se alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que al enviarle a aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un sacrificio.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Apólogo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?


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La Novia Fiel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma.

Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo.

¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.


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La Novela de Raimundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela tremenda? —nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico en el Casino.

No pudimos menos de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, Raimundo no era feo, tenía estatura proporcionada, correctas facciones, ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.

—Dudamos de tu novela romántica— exclamó al cabo uno de nosotros.

—Pues es de las de patente… —replicó Raimundo—. Hay dos clases de novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la mano sus héroes. Las otras… se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza de sucesos… A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían a echarles memoriales.

En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.


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