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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 27-10-2020


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Los Adorantes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.

La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.

Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.

A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.

Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.

Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Paloma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A nuestro padre el zar.

Cuando nació el príncipe Durvati primogénito del gran Ramasinda, famoso entre los monarcas indianos, vencedor de los divos, de los monstruos y de los genios; cuando nació, digo, este príncipe, se pensó en educarle convenientemente para que no desdijese de su prosapia, toda de héroes y conquistadores. En vez de confiar al tierno infante a mujeres cariñosas, confiáronle a ciertas amazonas hircanas, no menos aguerridas que las de Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas hembras varoniles se encargaron de destetar y zagalear a Durvati, endureciendo su cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales amazonas la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno femenil, sólo encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza. El único agasajo que le permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el costado de una tigresa domesticada, que a veces, como en fiesta, daba al principito un zarpazo; y decían las amazonas que así era bueno pues se familiarizaba Durvati con la sangre y el dolor, inseparable de la gloria.


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La Hoz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días —pensaba la Casildona—. Allá estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...


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La Gota de Cera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque los historiadores apenas le nombran, Higinio fue de los más íntimos amigos de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio, tal vez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a quien Alejandro amaba entrañablemente, y a quien así y todo, en una orgía atravesó de parte a parte; y sin embargo (si no mienten documentos descubiertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los hechos que voy a referir, apoyándome, por supuesto, en la respetabilísima autoridad del sabio alemán antes citado.

Compañero de infancia de Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y se bañaron en Pela, en los estanques del jardín de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gustaron, así puede decirse, en un mismo plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando deshojaron la primera guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en la memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve años entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por completo la famosa «legión sagrada» de los tebanos. La noche que siguió a tan magnífica victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato; Alejandro se lo brindaba, con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:


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La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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La Bicha

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Han leído ustedes a Selgas? —preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse—. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»… Nombre casi borrado ya…

—Pues era ingenioso —declaró la vuidita—, y a mí me divertía muchísimo… En no sé que libro suyo —las citas exactas, allá para sabihondos— sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir… Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta… Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

—No hay que amontonarse —exclamó la señora intrépidamente—. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula… : por casualidad. Y, si no… , a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina… , que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo… Ahí va la de hoy.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Eterna Ley

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divinamente serenas y apacibles, que engendran en el ánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma parece flotar en un ambiente de dulzura, no ajena a cierta melancolía noble, que no deprime el ánimo. La majestad con que declina el sol; la radiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro se rafaguea de encendidas fajas de oro rojo; la cristalina resonancia de los ruidos del campo; la tinta sombría que adquieren los árboles; el sorbo sutil que estremece las hojas de las madreselvas..., predisponen a contemplación y dictan altos pensamientos y generosas visiones del porvenir.

Así nos sucedió. Salíamos de la romería de Santa Tecla, y antes de desviarnos del monte, donde se alza el santuario, nos habíamos sentado en unas piedras, al borde del pinar, dominando la pintoresca vista del valle, ya medio velado por las sombras grises del crepúsculo, y oyendo tan solo, como se oye desde lejos el retumbo del mar, el rumoreo del gentío aldeano, que hormigueaba en torno del santuario, formando corro alrededor del mocerío que danzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa de la distancia, repique de pandero, quejidos semialegres de gaita, algún grito estridente que interrumpía los cantares. Y la luna, esfumada como toque gracioso de acuarela, empezaba a redondearse, fina y suelta, sobre el celaje desmayado.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Episodio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada diez o quince años los piratas argelinos hacían desembarcos en la costa.

Metíanse tierra adentro por las aldeítas, arrasando y robando la plata de las iglesias, el tocino de las huchas, el ganado de los establos y, de las pobres chozas, las muchachas y muchachos bonitos. No siempre lo hacían a mansalva. También los labriegos tenían sus garrotes de tojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran sorprendidos en sueño profundo y acuchillados inmediatamente, sabían resistir. Por eso preferían los piratas, para sus incursiones, las horas nocturnas.

Y era noche bien oscura y larga aquella de diciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletargada en su paz humilde, despertó al fulgor de las teas y a los alaridos de hombres con cara de bronce y ojos blancos —hombres semejantes a demonios—. Cuando los del rueiro se dieron cuenta del peligro, ardían ya dos o tres casuchas como yesca, cebado el incendio con la hierba seca de las medas y los haces blondos de los pajares, Las voces de socorro, los ayes de muerte, los ¡Dios nos valga!, fueron la única defensa de los infelices.

Capitaneaba a los piratas un renegado español, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. No era misericordioso, en general, ninguno de los que a su mismo oficio se dedicaban; pero Alí Buceya, según noticias, no desplegaba sólo la inhumanidad inherente a tales empresas, sino que se gozaba y complacía en cuantas atrocidades conseguía realizar.


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En Semana Santa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la cabecera del moribundo estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en sus últimos instantes, temblorosos como el criminal que sube las escaleras del cadalso. Y criminales eran —aunque criminales triunfantes y coronados por el ciego Destino— Conrado y Preciosa. El que, después de largos sufrimientos, sucumbía en el cuarto, impregnado de olores a medicinales drogas, entristecido por la luz amarillenta de la lamparilla, que iba extinguiéndose al par que la vida del agonizante era el esposo de Preciosa, el protector y bienhechor de Conrado; y para los que, de común acuerdo, le engañaron y ofendieron sus canas, no tuvo nunca aquel honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más que palabras de dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre a Conrado su bolsa y su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón para Preciosa, cuya juventud no quiso entristecer nunca con severidades de anciano y melancolías de enfermo, el infeliz tenía derecho a la gratitud y al respeto más tierno y grave..., ya que otros sentimientos vehementes no pueda inspirarlos la senectud. Y ahora se moría, se moría lentamente..., después de advertir a Preciosa que quedaba instituida su única heredera, y que, si no sentía repugnancia por Conrado, a quien él miraba como hijo, deseaba que ambos le prometiesen casarse a la terminación del luto.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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