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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 28-10-2020


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La Resucitada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Horma de su Zapato

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con sólo que hubiera tenido talento, instrucción, dinero, buenos padrinos y una poca de audacia, habría hecho un gran papel en la sociedad el amigo que me refirió lo que voy a contar. Pero aunque de escasa lectura, como es viejo y no ha salido de Madrid, tiene mucho mundo, y debe creer que es una verdad cuanto me dijo, y allá va ello.

Hay en el infierno jerarquías, lo mismo que en el cielo y en la tierra; y hay diablos que ocupan encumbrados puestos, mereciéndolos o no; al paso que hay otros que se llevan de cesantes, sin tener ni una mala alma de usurero a quien dar tormento, ni reciben siquiera la comisión de pervertir en el mundo, para llevar al reino de las tinieblas el espíritu de algún desesperado mortal.

Uno de éstos, de quien se decía que por pasarse de listo había sido dado de baja, andaba siempre en pretensiones sin poder alcanzar empleo; entre los diablos mejor informados y que estaban al corriente de las intrigas políticas, se aseguraba que este infeliz, que tenía por nombre Barac, que en hebreo tanto quiere decir como Relámpago, debía todos sus infortunios a la enemistad de otro diablo llamado Jeraní (engañador), que le tenía jurado odio mortal y que se había propuesto ponerle siempre en ridículo.

Pero a pesar de este odio y esa mala voluntad, Barac alcanzó al fin contar con buenos padrinos, seguro ya de burlar todas asechanzas de Jeraní, que con esto quedaba vencido.

Un día, Luzbel, aunque poniendo mal ceño, llamó a Barac y le dijo:

—Si usted quiere —porque también en el infierno hay urbanidad— que se le reponga en su destino de tostador de malcasadas, que yo sé que es bastante alegre y socorrido, va usted a salir al mundo, y dentro de quince días, a las doce en punto de la noche, del lugar en que usted estuviese, ha de traer usted un alma de mujer, joven y bonita.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después —por entera que fuese su infatuación—, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mosca Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.


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La Cana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar —tan insignificante creemos su causa—, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Neira

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Neira era el capataz del fundo de Los Sauces, extensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no escasa dotación de cuadras planas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo, no habían podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Ni bigotes, ni patillas usaba ño Neira, como es costumbre en la gente de campo, mostrando su rostro despejado, un gesto de decisión y de franqueza, que le hacía especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revolución del 51, y sargento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenía un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinación y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podía pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.

Enérgica la voz, decidido el gesto, franca la expresión, ¡qué encantadora figura de huaso valiente y leal tenía Neira! Su posesión estaba no lejos de las casas viejas de Los Sauces, donde he pasado muy agradables días de verano con mi amigo, el hijo de los propietarios. La recuerdo como si la viera: un maitén enorme tendía parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la artesa una ropa más blanca que la nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chillones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras medias rojas que parecían indignarles.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nube de Paso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Jamás lo hemos averiguado —declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza—. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposición los medios para enterarse.

Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.

Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:

—Pero ¿ni aun conjeturas?


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cura de Romeral

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Santiago el Mudo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué oscura, pero qué dulce y tranquila se deslizaba en el vetusto pazo de Quindoiro la existencia de Santiago!

Llamábanle en la aldea Santiago el Mudo no porque lo fuese, sino porque el mutismo voluntario equivale a la mudez, y Santiago acostumbraba a callar. Taciturno, reconcentrado, vegetaba en el pazo como la parietaria que se adhiere al muro ruinoso. Desde tiempo inmemorial, la familia de Santiago estaba al servicio de aquella casa; últimamente, sin embargo, se había roto la tradición; al trasladarse los señores del pazo a la ciudad, dos hermanos de Santiago emigraron a la América del Sur; Santiago, huérfano ya, se quedó solo en el noble caserón, declarando que se moría si de allí se apartase. Santiago era hermano de leche del señorito Raimundo, también huérfano.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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