Diálogo de dos locos
—Perdone usted, mi general. Antes le salude á usted; pero no me
acordaba de que toda la mañana he llevado vuelto el anillo, y que usted
no me veía. Ahora me he descubierto y vengo á darle los buenos días.
—Muchas gracias; conque el anillo, ¿eh?
—Este es otro, pero no importa; yo los hago con cualquier cosa, y todos me sirven. Este es el anillo de Sísifo.
—Creí que era de usted.
—No, señor; de Esefo. De Esefo ó de Osiris; no estoy seguro.
—¿Y usted cree que nadie le ve á usted?
—Estoy persuadido.
—¿Y si los demás se lo ponen?
—Si se lo ponen y le dan vuelta, no hay quien los vea.
—Pues démelo usted, y haremos la prueba.
—No, señor.
—¿Duda usted de esa virtud?
—Nada de eso; pero si se lo pone usted, lo vuelve, y después no puede desvolverlo, queda usted para siempre invisible.
—No ocurrirá.
—Y que si yo necesito ocultarme mientras usted lo tiene puesto, pues, ea.
—(Con aire amostazado.) Pero si eso no oculta á nadie.
—Usted lo dirá.
—Dele usted vuelta, y ya vera usted como le encuentro en seguida. (Y le doy un puntapié.)
—¿Qué apostamos?
—Nada; porque ya sabe usted que mientras no venga Don Carlos, soy pobre.
—Pues de balde.
—De balde.
—¿Vamos allá?
—Cuando usted quiera.
El loco volvió el anillo, é inmediatamente dió al general una tremenda bofetada.
—¿Qué ha visto usted, mi general?
—¡Bruto!
—Pero, ¿qué ha visto usted?
—Las estrellas.
—¡Ah!, las estrellas; no digo que no.
Y siguió paseando tranquilamente.
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