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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 29-10-2020


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El Hijo del Camino

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

Era el tiempo en que para trasladar a los presos y penados de cárcel a cárcel, de penal a penal, se les llevaba todavía a pie por los caminos, entre destacamentos de gente armada.

Tras el día de calor insufrible, vino la noche sin brisa, cálida y sofocante.

No corría un pelo de aire, ni se alzaba del suelo un átomo de polvo. La carretera abierta en la dilatada extensión de la llanura, se destacaba interrumpiendo el gris terroso de los campos, como una cinta blanca y ancha tendida sobre los surcos en rastrojo.

Por su centro iba la cuerda, la reata humana, doblemente rendida a la pesadumbre de la fatiga y del delito.

Quién llevaba morral, quién alforjas, quién manta, los más, nada; veíanse muchos descalzos, despeados; pocos fumaban, no reía ninguno. A los lados marchaba la tropa obligada a meterse por la estrecha hondura de las cunetas, o a subirse en los montones de guija y pedernal recién partido, mientras el brillo de las armas, iluminadas por la luna, limitaba la movible masa de aquella triste muchedumbre. Los grillos y las cigarras cantaban libremente; voces humanas se oían pocas, y esas eran blasfemias; tal vez envidia de los animalillos, desahogo propio de gente forzada del rey que iba a las galeras.

En la Venta de la Mora se hizo alto: la cuerda se recogió a un lado del camino, en un repecho: los soldados desataron los cabos de bramante, y luego, apartándose y formando extenso círculo en torno de los presos, colocaron centinelas. De allí a poco salieron de la venta quince o veinte mujeres harapientas, sucias, miserables, y esquivando a los de uniforme corrieron hacia los del grupo central, aunándose con ellos en parejas que desaparecían tras un tronco, tras un peñasco, en un repliegue del terreno, donde pudieran ocultarse.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abanico

Vicente Riva Palacio


Cuento


El marqués estaba resuelto a casarse, y había comunicado aquella noticia a sus amigos, y la noticia corrió con la velocidad del relámpago por toda la alta sociedad, como toque de alarma a todas las madres que tenían hijas casaderas, y a todas las chicas que estaban en condiciones y con deseos de contraer matrimonio, que no eran pocas.

Porque eso, sí, el marqués era un gran partido, como se decía entre la gente de mundo. Tenía treinta y nueve años, un gran título, mucho dinero, era muy guapo y estaba cansado de correr el mundo, haciendo siempre el primer papel entre los hombres de su edad dentro y fuera de su país.

Pero se había cansado de aquella vida de disipación. Algunos hilos de plata comenzaban a aparecer en su negra barba y entre su sedosa cabellera; y como era hombre de buena inteligencia y de no escasa lectura, determinó sentar sus reales definitivamente, buscando una mujer como él la soñaba para darle su nombre y partir con ella las penas o las alegrías del hogar en los muchos años que estaba determinado a vivir todavía sobre la tierra.

Con la noticia de aquella resolución no le faltaron seducciones, ni de maternal cariño, ni de románticas o alegres bellezas; pero él no daba todavía con su ideal, y pasaron los días, y las semanas, y los meses, sin haber hecho la elección.

—Pero, hombre —le decían sus amigos—, ¿hasta cuándo vas a decidirte?

—Es que no encuentro todavía la muchacha que busco.

—Será porque tienes pocas ganas de casarte, que muchachas sobran. ¿No es muy guapa la condesita de Mina de Oro?

—Se ocupa demasiado de sus joyas y de sus trajes; cuidará más un collar de perlas que de su marido, y será capaz de olvidar a su hijo, por un traje de la casa de Worth.

—¿Y la baronesa del Iris?


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Buen Ejemplo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:

En la parte sur de la república mexicana, y en las vertientes de la sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay pueblecitos como son en lo general todos aquéllos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que les prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros.

El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura.

En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos!

En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía; en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.

Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ciento por Uno

Vicente Riva Palacio


Cuento


Corría el año del Señor de 1540. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán emprendido habían la conquista del nuevo reino de Galicia en Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer ya bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno.

Tocóle tan dura suerte en no avanzada edad al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas tan bellas como tres capullos de rosa.

Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de Nueva Galicia, y retiróse triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Mira valle, única herencia que a su familia había dejado el capitán Ruiz de Haro.

Allí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo.

Una tarde doña Leonor, rodeada de sus hijas, cosía tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando acertó a llegar allí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo.

El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar la comida del mendigo.

Pobre, pero abundante, fue el banquete que las hijas de doña Leonor presentaron al indio, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Amor Correspondido

Vicente Riva Palacio


Cuento


Aquella noche que habíamos comido en el club, y a pesar de que los dos no más ocupábamos una pequeña mesa en uno de los ángulos del comedor, la conversación era tan interesante, y la sobremesa tanto se había prolongado, que largo tiempo transcurrió sin que pensáramos en levantarnos.

Yo escuchaba atentamente al conde, en una especie de abstracción, hasta que me hicieron volver en mí once campanadas que lentamente sonaron en el gran reloj de aquel salón.

Levanté la cara y miré en derredor. ¡Qué aspecto más triste y más extraño presenta el comedor de un club o de un hotel, cuando se han retirado ya los últimos concurrentes y a nadie se espera!

Algunos criados conversaban en voz baja en uno de los extremos. Uno que otro, pasaba registrando las mesas, como buscando alguna cosa olvidada. Asomaban por el fondo las cabezas de los cocineros, con el imprescindible gorro blanco.

El jefe del comedor hacía cuentas en una de las mesas, y tenía delante de sí un rimero de papeles.

Algunas luces se habían apagado, las sillas rodeaban aún las mesas, sobre las cuales quedaban las servilletas de los que habían comido, como haciendo el duelo a su soledad, y el silencio sustituía a la animación y al bullicio que reinaba pocas horas antes.

En la atmósfera parecían vagar los dichos agudos y las frases espirituales cruzadas entre los concurrentes, y creeríase que estas frases y esos dichos, como golondrina que se entra por casualidad en una habitación, volaban chocando contra los muros, azotando los techos con sus alas y resbalando por los rincones hasta encontrar una salida.

El conde me había contado aquella noche la historia de unos amores que le traían completamente preocupado; porque aquellos amores eran una especie de novela romántica y por entregas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Máquina de Coser

Vicente Riva Palacio


Cuento


Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí: una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de combate de las dos pobres mujeres en la terrible lucha por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla de un naufragio; de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas, como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás. Pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta veía siempre la luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro Apolo; y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano, cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía el trabajo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Stradivarius

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Qué es lo que usted desea? Pase usted, caballero; aquí hay todo lo que puede necesitar. Tome usted asiento si quiere…

—Mil gracias. Deseaba yo ver unos ornamentos de iglesia de mucho lujo.

—Aquí encontrará usted cuanto necesite: casullas, capas pluviales, cíngulos, amitos, paños de corporales, palios, en fin, todo muy bueno, de muy buena clase, muy barato y para todas las fiestas del año.

—Pues veremos; porque tengo un encargo de un tío muy rico, de Guadalajara, que quiere hacer un obsequio a la catedral.

El vendedor era el señor Samuel, un rico comerciante y dueño de una joyería situada en una de las principales calles de México; pero en ella tanto podían encontrarse collares y pulseras, pendientes y alfileres de brillantes, de rubíes, de perlas y esmeraldas, como ornamentos de iglesia, y custodias de oro, y cálices y copones exquisitamente trabajados, como lujosos muebles y objetos de arte, de esos que constituyen la floración del gusto.

El señor Samuel, bajo de cuerpo, gordo, blanco, rubio, colorado, con la cabeza hundida entre los hombros y las narices entre los carrillos, tenía fama de ser un judío porque se llamaba Samuel, porque era muy rico y muy codicioso, porque gustaba mucho de comer carne de cerdo, lo cual para el vulgo era una prueba de que su religión se lo prohibía, fundándose en que la prohibición causa apetito, y, por último, porque los sábados estaba tan alegre como los cristianos el domingo.

El otro interlocutor era un joven pálido, alto y delgado, mirada triste, melena lacia, levita negra vieja y pantalón ídem, es decir, negro y viejo. Además, aunque esto debía ser accidental, llevaba en la mano izquierda un violín metido en una caja forrada de tafilete negro con adornos de metal amarillo, que semejaba el ataúd de un párvulo.

A no caber duda, era un músico.


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La Hoja de Parra

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y cuanto había menester para peinarse. En seguida inclinó el espejo hacía sí, se sentó, y sin llamar a la doncella comenzó a soltarse el largo y abundoso pelo, antes castaño muy oscuro y ahora teñido de rojo caoba como el de las venecianas a quienes retrató Ticiano.

Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera, formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello como rayos de un nimbo roto.

Por coquetería, y por dar tiempo a que su dueño y señor llegara, iba lo más despacio posible, levantándose a veces para distraerse en otras cosas; pues lo esencial era que al aparecer su amante aún tuviese suelta la sedosa madeja que le inspiraba tantas frases lisonjeras, dándole a ella pretexto para estar con el escote entreabierto y los brazos desnudos, puestos en alto, haciendo mil embelesadoras monadas.


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El Milagro

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.

Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.

De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían; pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía que aquéllo era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.


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El Divorcio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Querido lector:

Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.

Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que, si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino de tu vida.

El león, como es sabido, es el rey de los animales cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que tanto le pesaba.

Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal:

—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo de ajos podridos.

La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin duda, ponerla en ridículo.

—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—. ¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.

—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos nuestros vasallos.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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