Textos más descargados etiquetados como Cuento disponibles publicados el 29 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 29-10-2020


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La Visita de los Marqueses

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con decir que era el día de la fiesta titular del pueblo, está dicho todo: porque aquélla era la romería más concurrida y más famosa de los contornos, y aquel pueblo uno de los más fértiles y pintorescos de la montaña de Santander.

Sentado en la pendiente de una loma, con sus casas dispersas y ocultas entre cajigas, castaños, nogales y cerezos, semejaba, más bien que un pueblo con arbolado, un bosque con casas. A lo lejos, y en las ardientes mañanas de verano, aquel pueblo parecía como dispuesto a deslizarse con suavidad por la pendiente para tomar un baño en el si no abundoso, sí fresco y transparente río que, desprendiéndose del valle de Pas después de haber refrigerado a multitud de nodrizas, cesantes unas y en agraz las otras, resbala, buscando la tumba común de los ríos, en una estrecha cañada, a la que, sin duda por adulación o por cariño, han bautizado los montañeses con el pomposo nombre de valle de Toranzo.

Era un día del mes de agosto; la luz brotó por el oriente con todo el encanto de una mañana de fiesta; porque, digan lo que quieran los sabios sueltos o que escriben en los periódicos, la luz de los días festivos es distinta de la luz de los días de trabajo, y en aquél apareció como diciendo: aquí está lo mejor del baile.

Y con un lujo de amabilidad, y con un refinamiento de poesía no comunes, ya jugueteaba sobre las espumas del río; ya iluminaba en su vuelo a las abejas, convirtiéndolas en chispas de fuego que se cruzaban; ya, arrastrándose, venía a esmaltar la hierba de los prados, o a reflejarse sobre un fragmento de vidrio, del que hacía brotar un sol pequeñito, pero deslumbrador, en mitad de la carretera.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Limosna

Vicente Riva Palacio


Cuento


Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mi me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.

Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: esas notas son mías.

En una de las ciudades del norte de la república mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano que, en su oficio, ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.

Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer y ella sabía distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de un Santo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Lo que es en algunos cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los eruditos.

Hace muchos años —tantos ya, que aún era yo niño—, me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.

No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de los que causaba.

Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Buhardilla

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

La casa de los duques de las Vistillas era de las mejores entre las buenas viviendas nobiliarias del antiguo Madrid. No podía compararse con ella la de los Guevaras, ni la de los Peraltas, ni la de los Zapatas, ni aun la de los Salvajes: se parecía a las de Oñate y Miraflores. Sus dueños le decían el palacio... y, sin embargo, no pasaba de ser un caserón destartalado, de grandes salones, tremendos patios y pasillos laberínticos. La fachada era de agramillado y berroqueña del Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales: sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje. El piso segundo, bajo de techo y a manera de ático, tenía ventanas pequeñas, y sobre el entablamento descollaban las buhardillas altas, aisladas, recubiertas de tejas, guarnecidas de verdosas vidrieras, ante las cuales se veían desde lejos las ropas recién lavadas y tendidas que goteaban sobre estrechos cajoncitos, plantados de yerba luisa, albahaca, yerba de gato y claveles.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rosita

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cálido enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreign Club»: Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cócteles en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían aquellas damas, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirteadores y mundanos, aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, cuando, quitándose el cigarrillo de la boca, le ceceó con andaluz gracejo:

—¡Espérame, niño!

Puesta en pie apuró el último sorbo del cóctel y salió presurosa al encuentro del caballero, que con ademán de rebuscada elegancia se ponía el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:

—¡Pero eres tú, Rosita!

—¡La misma, hijo de mi alma!… ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!

El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo. Fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó, atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:

—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!

Rosita Zegrí entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India.

—¡Más calor que en Sevilla!

Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Triunfos del Dolor

Jacinto Octavio Picón


Cuento


En una extensa planicie formada por tierras de panllevar, estaba la casa solariega de los Niharra, donde descuidada del mundo, cuidadosa de su hacienda y soñadora con sus recuerdos, vivía doña Inés, a quien en los contornos apellidaban la Santa. Nombrarla en la comarca era casi, y para muchos sin casi, nombrar a la Providencia; porque a veces, quien imploraba algo del cielo, que lo puede todo, solía no alcanzarlo, mientras ella nada negaba estando en su mano concederlo. Perdonar arriendos, rebajar censos, dotar doncellas y redimir mozos de quintas, era para doña Inés el pan nuestro de cada día. De sus armarios salían las ropas para los pobres; de su despensa los comestibles para los desvalidos; de sus trojes el grano para los labradores arruinados; costeaba médico y botica; por su precepto, iban los niños a la escuela; con su prudencia enfrenaba discordias, desvanecía rencores, y añadiendo a la limosna que puede dar el rico la compasión que solo siente el bueno, siempre y para todos, tenía piedad en el corazón y consuelo en los labios. Si alguna vez se ensoberbeció la ingratitud contra ella, supo ahogarla a fuerza de beneficios; así que por dónde quiera que iba, salían las gentes a su paso, muchas a pedir, y muchas más, aunque parezca increíble, a mostrarse agradecidas. Las frases de bendición y de respeto que escuchaba, la riqueza que le permitía hacer tanta caridad y el justo regocijo de su conciencia, sobre todo, debieran de infundirle aquella tranquilidad de espíritu en que la verdadera felicidad se funda, y sin embargo, no daba señales de ser dichosa.

Al recuerdo de amores contrariados no había que achatarlo; primero, porque ni su lenguaje, ni su rostro, delataban la tristeza apacible, pero indeleble, que deja en los resignados el dolor; y, además, porque los años todo lo aminoran, y ella contaba tantos, que bien podían haberle ido borrando del pensamiento las memorias tristes, por muchas que tuviese.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


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La Hoja de Parra

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y cuanto había menester para peinarse. En seguida inclinó el espejo hacía sí, se sentó, y sin llamar a la doncella comenzó a soltarse el largo y abundoso pelo, antes castaño muy oscuro y ahora teñido de rojo caoba como el de las venecianas a quienes retrató Ticiano.

Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera, formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello como rayos de un nimbo roto.

Por coquetería, y por dar tiempo a que su dueño y señor llegara, iba lo más despacio posible, levantándose a veces para distraerse en otras cosas; pues lo esencial era que al aparecer su amante aún tuviese suelta la sedosa madeja que le inspiraba tantas frases lisonjeras, dándole a ella pretexto para estar con el escote entreabierto y los brazos desnudos, puestos en alto, haciendo mil embelesadoras monadas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Generala

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cuando el General Don Miguel Rojas hizo aquel disparate de casarse, ya debía pasar de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro, alto y enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas, garzos y hundidos los ojos, cetrina y arrugada la tez, y cana del todo la escasa guedeja, que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, el reposo de sus movimientos, la nieve de sus canas, en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en rostro y talle, el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Expiación

Vicente Riva Palacio


Cuento


De boca en boca, y rápidamente, se difundió una mañana por el honrado pueblo de Torrepintada la escandalosísima noticia de que Lucía, una de las muchachas más virtuosas y más guapas del lugar, había desaparecido, abaldonando a la tía Ruperta, de quien recibiera cuidados maternales y moral y cristiana educación.

Los móviles de aquella fuga se adivinaban, o, mejor dicho, se habían averiguado por las viejas más curiosas del pueblo que, refiriéndose unas a otras lo que habían visto, y atando cabos, venían a reducirse a que la virtud de la chica había naufragado en el tempestuoso mar de sus amores con el hijo de un indiano que pocos días antes regresó a La Habana, abandonando a la infortunada Lucía.

Torrepintada era un pueblo ejemplar, de costumbres purísimas, y jamás soltera, casada o viuda había dado allí qué decir. Ninguna mujer del pueblo tenía historia, y las familias eran irreprensibles.

La desaparición de Lucía no había sido tan sin conocimiento de la tía Ruperta como en el pueblo se figuraban: buscando un alivio a su dolor, la muchacha contó a la madre adoptiva cuanto le pasaba, sin ocultarle siquiera que iba a ser madre.

Doña Ruperta, riñó y acabó por consolar a la sobrina y aconsejarle que saliese del pueblo sin ser notada y se fuera a la ciudad próxima en donde tenían una parienta lejana.

Lucía fue madre de una preciosa niña, que murió pocos días después de nacida, y ella por todo el oro del mundo no hubiera vuelto a Torrepintada. No hacía más que recordar a sus conocidas y amigas, y al punto sentía encenderse su rostro de vergüenza. ¡Ella! ¡Ella era la única que desde tiempos inmemorables había manchado las honradas tradiciones del pueblo y las nunca bien ponderadas virtudes de las mujeres!

Meditó, se aconsejó y vino al fin en resolverse a servir de nodriza con alguna señora bien acomodada.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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