Textos más largos etiquetados como Cuento disponibles publicados el 30 de agosto de 2022 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 30-08-2022


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Sólo por Verla

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Lo que es Imposible

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Menelik ha enviado de regalo un elefante al presidente de la República francesa.

Y puesto que Toby es hoy el favorito de París, y lo que á París le interesa conmueve al mundo, quiero que mi cuento de hoy sea, para mayor carácter, un cuento elefantino.


Allá en tiempos remotos y en una de las más feraces regiones de la India, hubo un príncipe famoso por cruel y por fiero.

Y eso que la India de aquel tiempo era madre natural de la servidumbre. El brahma, es decir, el hijo predilecto del Destino, tenía derecho á cuanto existía sobre la tierra; la vida de los demás hombres era don de su generosidad. Y el paria sabía que había nacido para los oficios más vergonzosos y repugnantes.

—¡El vientre de los animales feroces es lo que debes tener por cementerio!

Esto es lo que decía el brahma.

¡Pero aquel príncipe era más atormentador de los suyos que pudieran serlo las panteras negras de la tierra del Sur, y el oso del Himalaya, y el león de Katiavar, y el aligator de los pantanos y la serpiente cobra de los bosques del Ganges!

Y aquellos indios, hechos á vivir en el dolor y en la miseria y en el desprecio, decidieron rebelarse.

El viejo Maisur los congregó á los representantes de las tribus por medio de emisarios escondidizos, como las víboras, y una tarde se reunieron en uno de los templos que allá en la negrura húmeda de los bosques tienen aún sus divinidades.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Sueño

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Antonia está recostada en la mecedora y dormita.

Dentro de un ratito vendrá Julián Medrano por ella para llevarla á la verbena.

¿Quién es Julián? La portera de la casa suele decirlo:

—Un joven muy guapo, muy rico; un señorito á lo chulo, de mucho gancho y muy poca vergüenza.

¿Que si es generoso? ¡Ya lo creo! Allá por Enero envió á su dama dos solitarios para las orejas como dos soles, y ahora ha enviado para ella una caja plana, cuadrada, de proporciones, que debe de ser un señor regalo.

Pero Antonia dormita...

Calle abajo se ha desvanecido el pasacalle de una banda de guitarras que va ya camino de San Antonio de la Florida.

¡Los primeros sones del pasacalle sacudieron el corazón de Antonia con violencia; los últimos llegan hasta ella impregnados de tristeza adormecedora!

Así es que cierra los hermosos ojos, entreabre los frescos y rojos labios, y...

¡Pero no se va en sueños á donde se quiere!

Y ella se encuentra, de pronto, en un país raro, rarísimo, inverosímil, fantástico; que no le es, sin embargo, desconocido.

Sí; ella cree haber estado allí alguna vez.

Ni puede decir de qué color es el suelo, ni el cielo, ni el agua, ni el aire. Porque todo tiene de todos los colores.

Lo que si ve es que tiene delante muchas isletas, y que estas isletas están unidas por puentes de arcos ligeros y estrechos, sobre los cuales caminan figuras estrambóticamente vestidas.

Ni son hombres ni mujeres. O, por mejor decir, no se sabe lo que son, porque todas visten el mismo traje.

¡Pero vaya si se distingue, fijándose! ¡Como que alguno de los que pasan lleva bigotes caídos, muy largos, y una trenza de pelo terminada por otra de seda, que le cae en la espalda!


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

En Alta Mar

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El trasatlántico resopló y se detuvo.

Cesó el rumor de las conversaciones de los viajeros, los rechinamientos de las máquinas, el vocerío de la maniobra.

El cielo estaba raso; las olas se movían sin cambiar de sitio, al parecer, como montañas de plata y de esmeralda que tiemblan. Caía la tarde.

El infinito del cielo y el infinito del mar se perdían en dos líneas de luz y nácar.

¡Ahora, parado el buque, comprendíamos mejor nuestra insignificancia, nuestra pequeñez, nuestro aislamiento; la incertidumbre del humano destino! La tripulación formó sobre cubierta... Los pasajeros, con el sombrero en la mano, y las pasajeras, con la cabeza envuelta en blondas, tules y pañuelos obscuros, se agruparon también.

Apareció por una escotilla el capellán: era grueso y sonrosado, el pelo blanquísimo, de aspecto bondadoso. Sus dedos regordetillos movían nerviosamente las hojas de su breviario.

Salieron detrás dos hombres, dos marineros, que subían un saco de lona. Eran muy recios; uno de ellos, colosal. Encontraban ligera la carga y la traían con ademanes de cariñoso cuidado y de respeto.

Este saco afectaba una forma estrecha, larga, elegante, de líneas humanas. A no dudar, contenía un cadáver, y un cadáver de mujer.

Salto después el capitán del buque, segundo de sus subalternos. Todos con la cabeza descubierta y todos tristes. No con la tristeza que imponía el ceremonial, sino con la de un dolor sincero.

Dando el brazo al capitán, y arrastrado por éste, como un autómata, como un sonámbulo, venía un hombre joven, de gallarda figura, moreno, robusto; verdadero tipo del trabajo triunfante. Sin duda que era uno de esos grandes obreros del siglo, que transforman las soledades en poblados, que traen ríos de lejos, que unen mares y que tallan en facetas este diamante que se llama Mundo.

Al verle se estremecieron todos.

—¡Pobrecillo!

—¡Desgraciado!


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Funerales Extraños!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Pocos días hace, al abrir la ventana de mi cuarto de estudio, que tiene vistas al patio, vi ¡cosa rara! que el balcón de enfrente tenía de par en par abiertas las puertas de cristales. Yo no había preguntado jamás quién era mi vecino de aquel cuarto, ni jamás había visto en aquel balcón á ninguna persona.

Miró con cierta curiosidad. Y quedó bien castigado de ella, porque vi un aparato siniestro, terrible: un ataúd sobre un tinglado cubierto de paño negro, y dos de los cuatro blandones que sin duda completaban el escenario.

Veía alguna parte de la caja; sobre la linea horizontal que formaba el galón de oro, alzábanse unas manos amarillas, escuálidas, que retenían, inclinado, casi caído, un pequeño crucifijo. ¡Manos que fueron de hombre, y de hombre fuerte, al parecer!

Me retiró y cerré la ventana, y seguí trabajando, procurando desechar las ideas negras, obligado cortejo de la muerte.

Trabajé algunas horas, y cuando faltó la luz me levanté de la mesa y volví á la ventana.

La muerte nos espanta y nos atrae. Huimos de los muertos y volvemos á ellos. Aunque no tienen voz, nos llaman. Son la verdad, la única verdad del mundo, y se nos imponen.

La noche había venido: el patio estaba completamente á obscuras, y el balcón formaba un rectángulo rojizo, en cuyo fondo había en este momento dos figuras. Seguramente dos amigos del difunto, que habían venido á honrar su memoria rezándole y velándole.

Uno de ellos era un hombre gordo, bajo, de aspecto vulgar; la nariz gruesa y encarnada, la boca grande y movida por una sonrisa enigmática. Su cabeza estaba monda y lironda como una bola de billar.

El otro no era muy alto ni muy grueso, pero era nervudo; la nuca y las espaldas anchas, y las piernas algo torcidas. Su rostro, sin ser repulsivo, era ingrato.

Verdaderamente que me crecieron tipos originaos, casi ridículos, novelescos, fantásticos.


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Atanasilda

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Lugones.


El camino real, ladereando una cerrillada, describía tres cuartos de círculo para ir a rozar la estancia del "Venteveo", donde tenían su posta las diligencias. Desde su aparición en la falda hasta su llegada a las casas, las diligencias demoraban más de media hora; y, durante cuatro años, Atanasilda sufrió media hora de angustias, tres veces en la semana.

Ella levantábase con el alba, invierno y verano, para ordeñar las lecheras; y mientras ordeñaba, —los días en que iban diligencias del "centro",—su mirada clavábase insistente en la curva gris por donde debía aparecer el ruidoso vehículo, encarnizado portador de desengaños. "Tatú", su perro favorito, se daba esos días un regalo, pues ocurría indefectiblemente que la moza, preocupada y distraída, echara fuera del tiesto todo el contenido de una teta, que el can iba golosamente "lambeteando" del suelo.

¡Cuatro años de angustiosa espera!... De tanto esperar y de tanto sufrir, recordaba ya imperfectamente los rasgos fisonómicos de Raúl Linares, el joven pueblero que había ido a pasar unas vacaciones en estancia lindera, que había bailado con ella en unas romerías, que le había mentido amores, y que se marchó jurándole pronto regreso...

Ya no lo esperaba; y sin embargo, todos los turnos de diligencia madrugaba más que de costumbre e íbase al corral, y ordeñaba inquieta, atisbando siempre el camino, mientras su pequeño Raúl, descalzo, envuelto en un harapo, jugaba con el barro y con el perro, —únicos juguetes de que podía disponer,—entre las patas de la lechera y del ternero...


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El Beso

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La última murmuración, mejor dicho, la murmuración más reciente en los círculos de la buena sociedad:

—Carlos Albares es joven de veintitrés años, es moreno, es distinguido, viste con elegancia, tiene ángel.

No vive en Madrid; vive en Toledo con su tía la marquesa.

Ha venido á la corte con un encargo delicado; trae las joyas antiguas de su familia, en las cuales hay que hacer algunas composturas; debe entenderse con el joyero, y de paso debe enseñarlas á la viuda de Martínez Rivera, coleccionadora de este género de antigüedades, estrella de la corte, belleza soberana, reputación acrisoladísima de virtud, noble entendimiento, toda prestigios... y algo parienta suya. No la conoce.

Pero la conocerá dentro de un instante. Porque se encuentra, con el bastón y el sombrero en posición correcta, esperándola.

La espera en un gabinete lleno de preciosidades. Pero, aunque él es artista hasta la médula de los huesos, aunque sólo vive por el arte y para el arte, nada mira. Está inquieto; presiente algo extraordinario.

El ligero roce de un vestido sobre la alfombra le anuncia la llegada de la viuda.

Entra una mujer de treinta años, alta, rubia, de aspecto noble y bondadoso; dama angusta. El infinito azul está en sus ojos, y sus cabellos alborotados la forman aureola. Un vestido de raso negro, un pañuelo de antigua blonda, blanco, prendido al pecho... y nada más.

Carlos se vuelve; la ve... ¡Y si ella no acude pronto con sus manos á las suyas, la gótica cajita de marfil donde vienen las joyas, cae y se hace pedazos!

La verdad es que siempre que aparece la viuda, impone; pero á Carlos debe imponerle más todavía.


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El Baile de Máscaras

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Las altas lucernas arrojan fulgores vivísimos; parecen canastillos de oro que dejan caer sobre la muchedumbre, por entre juncos y mallas de cristal, una lluvia de fuego.

La luz resbala sobre aquel flujo y reflujo de olas vivientes; cabrillea, con chispazos de piedras preciosas, en un mar de colores.

Flotan las gasas, vuelan las plumas, centellean las lentejuelas. Se diría que hemos caído en el fondo de un lago de oro en ebullición.

Me coloco debajo de la araña y espero. En confusión marcadora pasan delante de mi máscaras de vistosos disfraces.

Una me da en el rostro con su abanico de plumas de pavo real. Es una archiduquesa del siglo XVIII, vestida con un jardín tejido en seda; el rostro mal cubierto con blanco antifaz, los bucles empolvados, y sobre los bucles una enorme balumba de lazos, plumas y flores. Tiene salpicadas las mejillas de picantes lunares que sueñan con besos.

Al darme con el abanico en el rostro me dice:

—¿Esperas, sin duda?...

—Espero.

—¿A mí... quizás?

—Tu traje es el de la pretensión. ¡No es á tí á quien espero!


Otra máscara llega.

Trae, por engalanarse con primor, un pañuelo de Manila de larguísimos flecos, en cuyo fondo, del color de la noche, vuelan pájaros inverosímiles, se despliegan árboles desconocidos y se alzan palacios de imposible arquitectura. Un pañuelo pérsico de seda, con hilos de oro y franjas de colores, le cuelga en largo pico sobre la espalda y se anuda al desgaire sobre su relevante seno. Lleva, como pegados en la frente, grandes rizos en espiral, y, á manera de castillo, alto rodete. Su careta es de cera, de expresión provocativa.

—¿Me conoces?—me dice.

—Sí; te he visto el otro día llevando una piernecita de cera á la Vírgen de la Paloma...


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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