Adiós a Lurín
Daniel Riquelme
Cuento
Era el inolvidable 12 de enero de 1881.
El Ejército alzaba sus reales para marchar sobre Lima.
El día, desde el toque de diana —ese canto de diucas puesto en música— había tenido los afanes de una gran mudanza: la emigración de veintitrés mil hombres que se lanzaban a lo desconocido, a esos siniestros desconocidos, la noche, el desierto y la muerte.
Cada encuentro era una lluvia de adioses, promesas y apresurados encargos. Las niñas de Chile no pueden presumir cuántos de sus nombres fueron allí recordados entre suspiros que remedaban un beso. En el fondo de todo, aun de la extraña alegría de muchos, vibraba una nota e ternura cuyo desborde contenía vigoroso apretón de manos.
¡Y cuántas manos estrechamos entonces por última vez!
Larraín Alcalde con una barba nazarena de campaña, sentado sobre los huesos de ballena que servían de taburete en el rancho del comandante Pinto Agüero —en plena arena— excusaba los muebles y la pobreza del almuerzo por «motivos de viaje», prometiendo ¡ay! Otro de desquite en Lima.
Camilo Ovalle, con su mimbrosa talla y hermoso perfil de joven griego, fumaba cachimba en su ruca de cañas, esperando el toque de marcha.
Aquella ruca recordaba un encierro de colegio.
Sobre el suelo una estera, encima unos ponchos y por almohada un capote enrollado que escondía una caja de habanos, único lujo que lo ligaba a las elegancias de la vida de Santiago, que había abandonado por la ruda pobreza el campamento.
¡Cuánta vida y cuánta hermosura en esa cara de 22 años!
Y se lo llevó la gloria, temerosa de que en Lima el amor matara a besos a ese niño heroico y austero, digno de morir por la Patria, honrando con su sangre la victoria.
¡Y tantos otros!
Dominio público
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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.