Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento disponibles publicados el 30 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 30-10-2020


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El Coronel Soto

Daniel Riquelme


Cuento


Digo coronel Soto, por la costumbre que tengo de verlo en este rango militar, saltado tantas veces, cual cerca vieja, por mezquinos rencores políticos. ¡Pero históricamente, en aquellos tiempos, tiempos heroicos de la patria joven, hoy cuasi olvidados! Don José María 2.º Soto no era más que teniente coronel, comandante de la alegre y renombrado regimiento Coquimbo, hijo de la muy noble provincia de su nombre.

Segundo jefe del mismo cuerpo era el sargento mayor don Marcial Pinto Agüero, y tercero, el de igual clase, don Luis Larraín Alcalde, de modo que no podía estar en mejores manos esa formidable herramienta del Coquimbo, forjada en la patria del cobre chileno, el mejor del mundo.

Ya Baquedano, por esos días, había hecho pasar en su linterna mágica los cuadros de Tacna y Arica. Estábamos, pues, en la antesala de Chorrillos y Miraflores, y nuestro ejército, esperando la señal de sus clarines y tambores, veraneaba alegremente en ese hermoso valle Lurín, cruzado de anchas acequias, cuyas aguas transparentes se deslizaban bajo el ramaje de los sauces e iban para Lima rezongando, acaso prometiendo que le habían de contar a las limeñas que en sus ondas se bañaban desnudos los rotos chilenos.

Y en todo lo demás de la pintoresca ensenada, tupidos cañaverales en los que el viento en las noches simulaba muy traviesamente el rumor mal apagado de una legión que se viene encima, cosa que no me explico por qué no sucedió en terreno tan propicio para sorpresa de la guerra tras ese telón de cañas, como para lances de amor bajo las lánguidas hebras de los sauces encubridores.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro Raimundico

Juan Valera


Cuento


I

En varios tratados de Economía política he visto yo una cuenta, de la que resulta que la industria de los zapateros en Francia ha producido, desde el descubrimiento de América hasta hoy, seis o siete veces más riqueza que todo el oro y la plata que han venido a Europa desde aquel nuevo e inmenso continente. Esto me anima, sin recelo de pasar por inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro Raimundico.

Haciendo zapatos empezó a ser rico; acrecentó luego su riqueza, dando dinero a premio, aunque por ser hombre concienzudo, temeroso de Dios y muy caritativo, nunca llevó más de 10 por 100 al año; después, fundó y abrió una tienda o bazar, donde se vendía cuanto hay que vender: azúcar, café, judías, bacalao, barajas, devocionarios, libros para los niños de la escuela, y toda clase de tejidos y de adornos para la vestimenta de hombres y mujeres. El maestro se fue quedando también con no pocas fincas de sus deudores, y llegó a ser propietario de viñas, olivares, huertas y cortijos.

Ya no esgrimía la lezna, ni se ponía el tirapié, ni se ensuciaba los dedos con cerote, pero fiel a su origen, conservaba la zapatería, donde trabajaban expertos oficiales, discípulos suyos. El magnífico bazar estaba contiguo. Y junto a la zapatería y al bazar podía contemplarse la revocada y hermosa fachada de su casa, situada en la calle más ancha y central del pueblo. A espaldas de esta casa y en no interrumpida sucesión, había patios, corrales, caballerizas, tinados, bodegas, graneros, lagar, molino de aceite, y en suma, todo cuanto puede poseer y posee un acaudalado labrador y propietario de Andalucía. La puerta falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras que la puerta principal, según queda dicho estaba en el centro.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cabo Rojas

Daniel Riquelme


Cuento


El capitán X —muy conocido en el Ejército por su nombre verdadero— tenía por asistente a un soldado que era una maravilla de roto y de asistente.

—¡Cabo Rojas! —gritaba el capitán.

Y Rojas, que no era cabo sino en promesas y refrán, aparecía como lanzado por resorte de teatro, la diestra en el filo de la visera y en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera. Vaya usted y busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes y esta noche... pero nada tiene usted que saber, y largo de aquí a lo dicho.

Y si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el capitán.

Y el capitán no salía de estas fórmulas y tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a don Quijote cuando en apesadumbrado tono decía a su escudero:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha engendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podía tardar un año en volver; pero en volviendo era fijo que con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados y respetuosos envoltorios.

Cuando había personas delante, Rojas hacía paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro y a la mano del capitán sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos y la cara de aquél.

En las noches en que el capitán no salía y se acostaba temprano para yantar sueños y desechar penas, no se requerían más discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabía.

Aquello indicaba por lo claro que no había ni medio, y, en consecuencia, que el despertar sería con viento y marea para veinticuatro horas menos.


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Baquedano y la Mula de Montero

Daniel Riquelme


Cuento


Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:


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Molinos de Maíz

Rufino Blanco Fombona


Cuento


El pueblo, blanco y pequeñito, al pie de la montaña, entre los árboles, es un huevo de paloma; aparece como ninfa desnuda, deslumbrante de blancor, adormecida en el valle, á la sombra.

Desde el camino, el viandante, al mirar la aldehuela, bajo las ceibas florecidas, piensa ver una perla al través de una esmeralda.

Aquello es paradisiaco. Las casucas no trepidan al paso de los trenes; ni turban el silencio de la comarca las rápidas locomotoras.

¡El pueblecito, como olvidado en el repuesto valle, á la falda del monte, qué había de conocer luchas de grandes intereses, ecos de industrias, rumoreos de ciudad populosa! A manera de eremita, ignora de las cosas del mundo. Hasta su recinto sólo llegan el canto matinal de azulejos y turpiales; el chirrido de guacamayos multicolores; las estridentes voces de alguna banda de pericos, que vuela hacia los maizales, á picar en el oro de las mazorcas, y raya el cielo azul del poblacho como una cinta verde, como nube de esmeralda.

El pueblo es dulce; pero monótono. Allí no hay otro espectáculo sino el de la naturaleza, siempre nuevo, siempre hermoso, grato siempre á la vista del hombre.

A trechos, en la montaña, los conucos florecen; en los claros del monte las rozas humean; y plantaciones de café, pequeñitas, desaparecen cubiertas de nevados jazmines, á la sombra bienhechora de los bucares, que se extienden, como quitasoles de púrpura, bajo el cielo azul.

Fue en este pueblo arcádico donde instaló D. Sergio, vecino del lugar, una molienda de maíz.

* * *

La industria de D. Sergio prosperaba. Desde mucho antes del advenimiento de la aurora el molino hervía en gente.

El pueblo, agricultor, se levantaba con el alba á cultivar el campo que florecía como un opimo cuerno de la abundancia; y al abrir ojos lo esperaba sobre la mesa, en el copioso desayuno, la arepa calientita, provocante y dorada.


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El San Vicente Ferrer de Talla

Juan Valera


Cuento


En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefico en las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica. Elegante ornato del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El Santo está representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Alvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del Santo con la consideración de que él no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo. Asimismo se nota en el rostro del Santo cierto vergonzoso rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere el Padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que quiso tentar y rendir al Santo y dio ocasión para que se le llamase el que no se quemó en medio del fuego y para que se le comparase a los tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.


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El Doble Sacrificio

Juan Valera


Cuento


EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO

Málaga, 4 de Abril de 1842.

Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive, hace dos, en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador D. Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.

DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ

Villalegre, 7 de Abril.


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La Entrada a Lima

Daniel Riquelme


Cuento


Parece un sueño que hayan transcurrido ya veintiocho años desde aquellos días de tantas emociones y de tantas glorias, glorias que entonces veíamos cubiertas, como las flores al amanecer, de un rocío de triste y hermosas lágrimas, lágrimas que luego evaporó el espléndido sol de un triunfo colosal, cuya luz, si alumbró millares de cadáveres, puso también a nuestros ojos la visión encantadora del porvenir que despuntaba para Chile.

Y este detalle, el recuerdo de los hombres, por muchos, grandes y queridos que fueran, hubo de borrarse ante este supremo conjunto: la patria.

Por eso Lima secó todas las lágrimas, cubriendo con el manto de la gloria a los chilenos que quedaban insepultos y desnudos sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.

La proclama que el general en jefe dirigió a las tropas desde el palacio de Pizarro el 18 de enero de 1881, concluía con estas justas palabras:

«En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard; los mayores Zañartu y Jiménez, y ese valiente capitán Flores, de Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida».

Y como place al corazón volver con las mágicas alas de la memoria a los paisajes del tiempo pasado, particularmente cuanto tanto cuadran los minutos de hoy con los de ayer y todo parece igual, menos nosotros mismos, no han de causar enojo algunos recuerdos de aquellas acciones memorables, en defecto de otros más públicos y dignos de su lustre, así como de los bienes que engendraron y de la gratitud que corresponde y sienta bien a un gran pueblo.


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Thomson

Daniel Riquelme


Cuento


Si todos decimos sencillamente Thomson, como se dice Prat y Condell, es porque hay en esa brillante trinidad de la moderna marina nacional un parentesco de heroísmo que les coloca en un mismo altar.

Igual es con ellos el acero de las espadas y el oro de los corazones.

Caído el uno en el fragor del combate, hubiéranlo reemplazado sucesivamente los otros, sin que el enemigo, la fama ni la patria advirtieran más diferencia que los ímpetus que alienta la venganza.

Thomson era el mayor en años, galones y servicios. Prat parecía serlo por la serenidad del valor reconcentrado en sí mismo.

El valor de Thomson y de Condell era radiante como la gloria y enamorados de ella ambos se burlaban temerariamente de la muerte, que se llevó a los tres en edad temprana.

Thomson fue bautizado con la pólvora, ya que no con la sangre del combate, en que la Covadonga arrió su bandera delante de la Esmeralda y desde aquella fecha, medio borrada ahora por la mano del tiempo y las uñas de la diplomacia, parecía a todos que su ilustre jefe, don Juan Williams Rebolledo, el héroe de aquel combate, le había adoptado cual hijo predilecto en la carrera del mar. La gloria del veterano atraía al joven, que le había tomado como el modelo más hermoso del hombre y del guerrero.

El viejo, por su parte, olfateaba en el porvenir al león, que iba a nacer de aquel mozo, y acaso se veía a sí mismo en la talla gigantesca y en el alma generosa y sin miedo de esa juventud plantada a su sombra de encina real.

Por eso, a nadie extraño de gaviota, Thomson llegó en la falúa de gala al costado de la goleta; subió solo con su espada, y desde el centro de la cubierta, desnudando allí su acero, pronunció sin jactancia las palabras sacramentales:

—¡En nombre del Gobierno de Chile tomo posesión de esta nave!


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Santa

Juan Valera


Cuento, poesía


El rey de Anga, Lomapad glorioso,
A un brahmán ofendió, no dando en premio
De un sacrificio lo que dar debiera.
Irritados entonces los brahmanes,
Salieron todos de su reino: el humo
Del holocausto al cielo no subía;
Indra negaba la fecunda lluvia,
Y la miseria al pueblo devoraba.
Lomapad, consternado, saber quiso
El parecer de los varones doctos,
Y los llamó a consejo, y preguntoles
Qué medio hallaban de aplacar la ira
Del Dios que lanza el rayo y amontona
En el cielo del agua los raudales.
Mil sentencias se dieron; mas al cabo
El más prudente de los sabios dijo:
—Escucha ¡oh rey! mientras brahman no haya
Que sacrificio en este suelo ofrezca,
Indra no saciará la sed abriendo
El líquido tesoro de las nubes.
Los brahmanes, movidos del enojo,
Al sacrificio no se prestan. Oye
Para cumplir el venerando rito
Cómo hallar sólo sacerdote puedes.
En la fértil orilla del Kausiki,
En lo esquivo y recóndito del bosque,
Del trato humano lejos, su vivienda
Vinfandák tiene, el hijo de Kasyapa,
Brahman austero y penitente. Vive
En el yermo con él su único hijo,
El piadoso mancebo Risyaringa.
No vio a más hombre que a su padre nunca;
Sólo frutos silvestres, hierbas sólo
Y licor sólo que entre rocas mana,
Alimento le dieron y bebida.
Tan inocente y puro es el mancebo,
Que de lo qué es mujer no tiene idea.
Manda, pues, rey, que una doncella hermosa
Vaya al bosque, le hable, y con hechizos
De amor, cautivo a la ciudad le traiga.
No bien sus pies en tus sedientos campos
La huella estampen, no lo dudes, Indra
Dará propicio el suspirado riego.
Así habló el sabio, y su atinado aviso
Agradó mucho al rey.


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