Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento disponibles publicados el 31 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 31-10-2020


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La Costurera

José María de Pereda


Cuento


—Qué linda está usted hoy, Teresa!

—¡Vaya!

—Es la pura verdad. Ese pañolito de crespón rojo junto á ese cuello tan blanco….

—¡Dale!

—Ese pelo, tan negro como los ojos….

—¡Otra!

—Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita!

—¡Jesús!

—Es que me gusta mucho el color de lila…, cae muy bien sobre un zapatito de charol tan mono como el de usted…. ¡Ay qué pie tan chiquitín!… ¡Si le sacara un poco más!…

—¡Hija, qué hombre!

—Yo quisiera tener una fotografía de usted en esa postura, pero mirándome á mí.

—¡Vaya un gusto!

—Ya se ve que sí.

—Pues también yo tengo fotografías, sépalo usted.

—¡Hola!

—Y hecha por Pica-Groom.

—¿En la postura que yo digo?

—¡Quiá!; no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto á la fábrica del gas.

—Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Como iba usted tan entretenida!…

—¡Si éramos ocho ó nueve!

—¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas.

—Usté siempre poniendo motes á todo el mundo.

—Es que entre aquellos árboles, y subiendo la cuesta…, ni más ni menos que la del monte Helicona….

—¿Ónde está eso?

—¿Helicona?… Un poco más allá de Torrelavega. El que no me gustó fué aquel Apolo que las acompañaba á ustedes.

—Si no se llama Polo…. Es un chico del comercio.

-Lo supongo. Quiero decir que iba algo cursi. ¡Y ustedes iban tan vaporosas, tan bonitas!

—¡Otra! Si íbamos al baile de Miranda, como todos los domingos.

—Ya oí el organillo.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Comendadora

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Hará cosa de un siglo que cierta mañana de marzo, a eso de las once, el sol, tan alegre y amoroso en aquel tiempo como hoy que principia la primavera de 1868, y como lo verán nuestros biznietos dentro de otro siglo (si para entonces no se ha acabado el mundo), entraba por los balcones de la sala principal de una gran casa solariega, sita en la Carrera de Darro, de Granada, bañando de esplendorosa luz y grato calor aquel vasto y señorial aposento, animando las ascéticas pinturas que cubrían sus paredes, rejuveneciendo antiguos muebles y descoloridos tapices, y haciendo las veces del ya suprimido brasero para tres personas, a la sazón vivas e importantes, de quienes apenas queda hoy rastro ni memoria…

Sentada cerca de un balcón estaba una venerable anciana, cuyo noble y enérgico rostro, que habría sido muy bello, reflejaba la más austera virtud y un orgullo desmesurado. Seguramente aquella boca no había sonreído nunca, y los duros pliegues de sus labios provenían del hábito de mandar. Su ya trémula cabeza sólo podía haberse inclinado ante los altares. Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que dondequiera que ella imperase no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.

Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.

Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones, pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra en uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.


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La Buenaventura

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

No sé qué día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía general cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán general.»

Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada.... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.

Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

—¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

—Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece ...—respondió el Conde con aparente sequedad.

Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

—Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales.

—¿Qué mil reales?

—Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.

—Pues ¡qué! ¿tú lo conocías?

—No, señor.

—Entonces....

—Pero ya lo conozco.

—¡Cómo!


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La Belleza Ideal

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


A mi amigo el señor don Carlos Navarro, redactor del periódico «LA ÉPOCA»

I. Sueños de la inocencia

Ya vi mi cielo yo claro algún día.
Mostrábaseme amiga la fortuna,
pareciendo en mi bien estarse queda.

(FR. LUIS DE LEÓN.)

Volvamos a las aventuras de viaje… (dijo Enrique). —A mí me sucedió…

—¡Hola! ¡También V. ha tenido aventuras amorosas!…

—Sí, señor; pero nada más que una, allá en los tiempos en que por primera vez vine a la Corte…

—¡A ver! ¡A ver! —Oigamos a este poeta humorista…

—Oigámosle ¡Pero que hable con formalidad!

—Tomaré la cosa desde el principio, y procuraré ser lo más formal que pueda. —El caso fue el siguiente:

Hace ya muchos años que se publicaba en Madrid un periodiquito liberal, divinamente redactado, que tenía por título El Observador.

Estaba suscrito a él el boticario de mi pueblo, así como yo estaba abonado a la tertulia de su trasbotica, por lo que di en la mala costumbre de leer diariamente El Observador desde la cruz a la fecha, cosa que llegó a trastornarme el sentido, ni más ni menos que al ilustre Quijada la lectura de los libros de caballerías.

Como los periódicos se mezclan en todo y lo toman tan a pechos, que no parece sino que a ellos les importa algo el que el diablo se lleve la cantarera, aconteció que, al cabo de algunos años, cuando apenas contaba yo diez y ocho, se me había pegado la fatal manía de meterme en los cuidados ajenos, haciendo míos los asuntos de todos los españoles, inclusos los ministros y los diputados, quienes maldito el caso que hacían de mis negocios. —Sin conocer a Cortina, me peleaba por si había hablado bien o mal, u obrado tuerto o derecho: sin ser, no digo soldado, pero ni siquiera quinto, deseaba la prosperidad del Ejército; y, aunque no pertenecía a la Familia Real, recé alguna vez por que la Reina pariese varón…


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ir por Lana...

José María de Pereda


Cuento


I

Nutrida de carnes, sana de color, ancha de caderas, roma de nariz, alta de pecho, alegre de mirada y frisando en los veintidós, Fonsa, hija de un viejo matrimonio cargado de trabajo, de arrugas y privaciones, era quien se llevaba la palma entre todas las mozas de su lugar. Rondábanla por la noche y bailábanla a porfía los domingos en el corro los mozos más gallardos; poníanle arcos de flores a la ventana durante la velada de San Juan, y la hacían, en fin, objeto de cuantas manifestaciones es susceptible la rústica galantería montañesa.

Pero Fonsa no era feliz, a pesar de todo. Su único hermano había marchado a América poco tiempo hacía, y dos amigas y convecinas que servían en Santander, se habían presentado en el pueblo con vestido de merino de lana y botas de charol. Lo primero la tenía en constante esperanza de ser señora; lo segundo la hizo reparar más de lo conveniente en que ella aún vestía bayeta y percal, y que, descalza casi siempre, se pasaba lo más del año cavando la tierra y sufriendo la inclemencia del sol y del frío. Por eso se dijo una vez, a su modo, por supuesto: «Mi hermano me ha prometido hacerme una señora principal, pero mañana u otro día; y de aquí allá, ya hay lugar para morirse de hambre. Yo podía, para entretener mejor el tiempo, irme a servir a Santander, donde dicen mis compañeras que se divierten mucho y comen y se visten bien y trabajan poco».

Y a Fonsa empezó a quitarle el sueño el condenado gusanillo de la ambición, que está haciendo y ha hecho en la Montaña más estragos que el oidium, la epizootia y el cólera juntos.


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El Raquero

José María de Pereda


Cuento


I

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.

Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.

Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.


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El Fin de una Raza

José María de Pereda


Cuento


I

Nos despedimos de él diez y seis años ha, y ya era viejo entonces. Iba Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y se secaban los ojos muy á menudo con la orilla del delantal, ó con el dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar á nadie, forjando los secos razonamientos á empellones, como si derribara las palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.

En tanto, cerca del promontorio de San Marín balanceábase un buque del Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos, espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad, como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto á la borda, los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la última leva.


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El Espíritu Moderno

José María de Pereda


Cuento


I

Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.


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El Día 4 de Octubre

José María de Pereda


Cuento


I

Desde luego advierto al lector que esta fecha no viene aquí con la pretensión de figurar entre las muy justamente célebres que guardan los fastos españoles, ni pertenece siquiera al catálogo de esas otras de flamante cuño que, no mereciendo, por ningún estilo, que la imparcial severa Historia las registre en sus páginas, andan indocumentadas pidiendo hospitalidad de puerta en puerta y rebotando de periódico en periódico, á manera de proyectil elástico. Hablo de los diez de abril, tres de octubre, siete de julio veintinueve de septiembre, y otras ejusdem farinoe, no menos zarandeadas, en estos tiempos que corremos, por los campeones de la política militante, ya como gloria, ya como afrentas.

Tampoco se halla impresa en ninguna parte con sangre de libres ni de esclavos, ni recuerda patíbulos, ni asonadas, ni siquiera un mal cintarazo. Por tanto, no aspira á que el país la recuerde sólo con que yo se la cite. Más humilde en su origen y en sus aspiraciones, se cree muy honrada con que unos cuantos pueblos de la Montaña y yo la evoquemos con inocente complacencia: ellos, por lo que afecta á sus caros intereses: yo, por el que me tomo siempre en cuanto sirve de satisfacción á los demás.


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El Coro de Ángeles

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I. Un alma a la moda

Eran las siete menos cuarto de una mañana de Diciembre, y aún no habían llegado al horizonte de Madrid ni tan siquiera noticias de un sol que debió ponerse la tarde antes a las cuatro y media, pero del cual, hacía ya algunas semanas, sólo se sabía en la Corte por escrito, o sea por el almanaque, puesto que las nubes de un obstinado temporal no permitían verlo cara a cara y en persona.

A eso de las siete y cinco minutos recibiose al fin un parte telegráfico, mojado por la lluvia e interrumpido por la niebla, que venía a decir algo parecido a lo siguiente:

«Palacio de la Aurora. —Distrito de Madrid. —Dios a los hombres:

»Señores: Acaba de amanecer un día más. —El de ayer queda archivado por el padre Petavio en la página 347 del legajo 5940 de los tiempos. —Estamos a 13, Santa Lucía. —Hace un frío de todos los demonios. —Dejen ustedes la cama. Cada uno a su trabajo, y cuenten ustedes conmigo. —Muy buenos días».

Excusado es decir que este parte telegráfico cundió con la velocidad del rayo por los cuatro ángulos de la población.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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