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La Bruja del Ideal

José Alcalá Galiano


Cuento


I had a dream which was not all a dream.

Byron.

El presente cuento no ha sido inspirado por ninguna de las nueve musas griegas, ni por esa otra y verdadera musa universal que se la llama la Imaginacion. Ni mi fantasía, ni mi entendimiento, ni mi razon, ni ninguna de las facultades de mi espíritu le ha concebido. Para eludir toda responsabilidad de autor, debo hacer una declaracion franca y terminante:

Este cuento ha sido un sueño.

Y no un sueño de esos que el escritor suele inventar despierto y luego supone que ha soñado. Puedo jurar que tal como le soñé le refiero, siendo sólo de mi cosecha las palabras con que le describo y los juicios con que le interpreto. Sueño fantástico en su forma, profundo en su sentido, háme parecido digno de consagrarle algunas líneas, pintándole, explicándole y ofreciéndole á la curiosidad del lector desocupado, como una muestra de esas caprichosas concepciones de un cerebro dormido. En una hipnografía, este sueño mereceria consignarse como fenómeno de una elaboracion perfecta, lógica y vigorosa de una idea desarrollada en un argumento dramático, simbólico, con condiciones literarias; y adornado con todas las bellezas de las más potentes visiones de la imaginacion. Despierto jamás hubiera concebido el asunto, ni vislumbrado las formas bajo las cuales se presentó á mi mente dormida el sueño que ahora apénas acertaré á expresar con una torpe pluma, á la que faltan los colores y la vida que animaron mi encantada vision.


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17 págs. / 30 minutos / 100 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

¡A Nadar, Peces!

Ricardo Palma


Cuento


Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.

Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.

—Pues ya son míos —dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente dechispa, arranque y traquido.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.


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3 págs. / 6 minutos / 1.216 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Anécdota Pecuniaria

J. M. Machado de Assis


Cuento


Se llama Falcão mi hombre. Aquel día —catorce de abril de 1870— quien entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.

—Hice mal —decía él—, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea feliz!

Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.


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11 págs. / 19 minutos / 218 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Aniversario

Joaquim Ruyra


Cuento


El abuelo Guixer era un viejecito de piernas baldadas, antiguo pescador, que se pasaba las horas cantando a veces, otras renegando (este era un dejo del oficio), rezando otras, pero siempre conservándose bonachón y candoroso como un niño. Más pulido era que una azucena; y daba gozo verle, entrado el verano, en el patio de su casa, bajo el emparrado; sus cabellos blancos eran parecidos a la espuma del jabón, su caraza fresca y encendida, su camisa de hilo, basta, fulgurando de limpieza y esparciendo el olor doméstico de la colada, los brazos arremangados, las manos activas, entretejiendo juncos o aderezando cuerdas. No había hombre más experto en quisicosas de pescar. Labraba nasas, garbitanas, palangres, mangas… Y él con sus artes, y la mujer haciendo charlar de sol a sol los bolillos en la almohadilla de encajes, sin detenerse más que lo preciso para acudir en un santiamén a los menesteres de la casa, vivían con suficiente holgura.

Yo, aficionado a la pesca, con la excusa de llevar a componer un volantín o la faz de una nasa, visitaba con frecuencia al buen hombre. Al cabo fuimos excelentes camaradas.


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3 págs. / 6 minutos / 131 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cantiga de los Esponsales

J. M. Machado de Assis


Cuento


Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.

Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.

El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.


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5 págs. / 8 minutos / 297 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cláusula Testamentaria

J. M. Machado de Assis


Cuento


…y es mi última voluntad que el cajón en que mi cuerpo haya de ser enterrado sea fabricado en casa de Joaquim Soares, que vive en la Rua da Alfãndega. Deseo que él sea informado acerca de esta disposición, que también será pública. Joaquim Soares no me conoce; pero es digno de la distinción, por ser uno de nuestros mejores artistas, y uno de los hombres más honrados de nuestra tierra…

Se cumplió fielmente esta cláusula testamentaria. Joaquim Soares hizo el cajón en que fue introducido el cuerpo del pobre Nicolás B. de C.; lo fabricó él mismo, con amore; y, por fin, con un gesto cordial, pidió que se le autorizara a no recibir ninguna remuneración. Se daba por bien pagado; el favor que le concediera el difunto era en sí mismo un premio insigne. Sólo deseaba una cosa: copia del texto original de la cláusula. Se la dieron; él la mandó enmarcar y la colgó de un clavo, en el negocio. Los otros fabricantes de cajones, pasado el asombro, exclamaron que la disposición testamentaria era una desmesura. Felizmente —y ésta es una de las ventajas de la organización social—, felizmente todas las demás clases entendieron que aquella mano, brotando del abismo para bendecir la de un obrero modesto, había practicado una acción rara y magnánima. Corría el año 1855; la población estaba más concentrada; no se habló de otra cosa. El nombre de Nicolás revoloteó durante muchos días en la imprenta de la corte, de donde pasó a las de las provincias. Pero la vida universal es tan variada, los sucesos se acumulan con tal intensidad, y con tal prontitud y, finalmente, la memoria de los hombres es tan frágil, que un día llegó en que la acción de Nicolás cayó totalmente en el olvido.


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12 págs. / 21 minutos / 154 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cruce de Caminos

Miguel de Unamuno


Cuento


Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo, sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la vida mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entretanto.

Soñaba en otra niña como aquella, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, los volvió al caminante, y cual quien habla con un viejo conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?» Y el caminante respondió: «¿Y mi nieta?» Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola —en soledad de compañía solos—, partió al azar de casa, buscando… no sabía qué…: más soledad acaso.

—Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta —le dijo el caminante.

—¡Es que mi abuelo se murió! —dijo la niña.

—Volverán a la vida y al camino —contestó el viejo

—Entonces… ¿vamos?

—¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

—No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente, todo derecho.


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4 págs. / 7 minutos / 373 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Caballero de Azor

Juan Valera


Cuento


I

Hará ya mucho más de mil años, había en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.

Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera, luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres estadillos nacientes, donde, entre breñas y riscos, se guarecían los cristianos.

En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cocinero del Arzobispo

Juan Valera


Cuento


En los buenos tiempos antiguos, cuando estaba poderoso y boyante el Arzobispado, hubo en Toledo un Arzobispo tan austero y penitente, que ayunaba muy a menudo y casi siempre comía de vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas.

Su cocinero le solía preparar para la colación, un modesto potaje de habichuelas y de garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba aquel venerable y herbívoro siervo de Dios, como si fuera con el plato más suculento, exquisito y costoso. Bien es verdad que el cocinero preparaba con tal habilidad los garbanzos y las habichuelas, que parecían, merced al refinado condimento, manjar de muy superior estimación y deleite.

Ocurrió, por desgracia, que el cocinero tuvo una terrible pendencia con el mayordomo. Y como la cuerda se rompe casi siempre por lo más delgado, el cocinero salió despedido.

Vino otro nuevo a guisar para el señor Arzobispo y tuvo que hacer para la colación el consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, pero el Arzobispo le halló tan detestable, que mandó despedir al cocinero e hizo que el mayordomo tomase otro.

Ocho o nueve fueron sucesivamente entrando, pero ninguno acertaba a condimentar el potaje y todos tenían que largarse avergonzados, abandonando la cocina arzobispal.

Entró, por último, un cocinero más avisado y prudente, y tuvo la buena idea de ir a visitar al primer cocinero y a suplicarle y a pedirle, por amor de Dios y por todos los santos del cielo, que le explicara cómo hacía el potaje de que el Arzobispo gustaba tanto.

Fue tan generoso el primer cocinero, que le confió con lealtad y laudable franqueza su procedimiento misterioso.

El nuevo cocinero siguió con exactitud las instrucciones de su antecesor, condimentó el potaje e hizo que se le sirvieran al ascético Prelado.

Apenas éste le probó, paladeándole con delectación morosa, exclamó entusiasmado:


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Contertulio

Miguel de Unamuno


Cuento


A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 219 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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