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Epitalamio

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


PARA mi maestro y amigo Jesús Muruais

I

—¡Oh, siempre aparece en ti el poeta, gran señor!

Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son éstos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!…

Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Augusta susurró al oído del poeta:

—Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio.

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán.

—Dejémosle llegar, madona.


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Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Jardín Umbrío

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Historias de Santos, de Almas en Pena, de Duendes y de Ladrones

Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana. Murió siendo yo todavía niño. Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado! Jardín Umbrío.


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Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Descenso a los Infiernos

Arturo Robsy


Cuento


No se sabe si a causa de la alegre Primavera o como consecuencia de copiar cena, Gilirramón de la Tea, alcalde por la gracia del populacho, se despertó inspirado, dueño de una idea entera para él solo y satisfecho de la redondez de su ombligo.

Su Secretario particular, híbrido de factótum y tiralevitas, la tuvo que escuchar durante aquella mañana primaveral que daba gloria. En los invertidos tiempos que corren, es fácil ver a Quijotes de escuderos de Sancho, pues aunque lo grosero puede mandar, sólo lo elevado puede pensar, a veces hasta por dinero.

— He pensado — afirmó Gilirramón de la Tea, alcalde.

El Secretarui a punto estuvo de darle parabienes, pero se abstuvo, pues aquella mañana tenía el alcalde un aire suspicaz. Se limitó a hacer que sí con la cabeza y enarcar las cejas.

— Ha llegado la primavera — siguió Gilirramón —, y esto sólo quiere decir una cosa: se acerca el Primero de Mayo.

El Primero de Mayo es, desde hace mucho, Fiesta de Guardar laica, y a ella se atienen los políticos sin distinción de rangos o ideas, sin que les influyan las opuestas ubres nutricias o las internacionales mamaderas.

— Primero de Mayo — recalcó Gilirramón de la Tea —, San José Obrero, que le decían. Y es cosa de hacer algo que no tenga que ver con nada.

El Secretario Particular era una herencia del Ayuntamiento, una especie de hombre de todas las tallas, que se ajustaba a los nuevos cuerpos o a las nuevas almas, a las corrientes de la historia, a los vientos del cambio, a las nubes del futuro, relevándose a sí mismo por la incomparable gracia de la alabanza. Por eso mismo se limitó a escuchar respetuosamente.

— Este Ayuntamiento el Primero de Mayo hará un homenaje público a los desheredados, al Proletariado Irredento, como quien dice, para que no haya dudas sobre nuestro talante social y progresista.


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Publicado el 5 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

¡Abajo la Vida!

Arturo Robsy


Cuento


Cuando Segismundo Flores — todavía quedan floridos Segismundo de caldernoniana memoria — cumplió los cincuenta años en compañía de todos sus dientes y todos sus cabellos, la gente empezó a murmurar en serio. Aquellos comentrios de la década anterior, que si qué bien te conservas, y por tí no pasan los años, qué tío, buenos para los cuarenta, a los cincuenta se hacían ácidos, más aún en boca de los otros cincuentones amigos, gorditos, calvitos, con alifafes y arrechuchos.

Pero Segismundo, ser humano de aceptable apariencia, seguía delgado, fuerte, con cutis terso en vez de pellejo surcado, sin enfermedades conocidas, optimista, con buenas digestiones y, lo que es peor y más indignante, con ilusión, sin amargura y sin necesidad de ser sarcástico.

Segismundo Flores era soltero, con esa difícil soltería que consiste en estar casado consigo mismo, obedenciéndose, soportándose, tolerándose y acompañándose sin caer en el egoísmo o en la neurosis. Se trataba, pues, de un matrimonio bien avenido en el que fugazmente habían entrado otras personas, algunas sonrientes y algunas malhumoradas, sin llegar a cambiar el buen equilibrio de Segismundo.

El hombre no era un campesino sanote y rubicundo, ni un naturista, ni un macrobiótico, si se me permite la grosería. No hacía trucos ni se dejaba llevar por más fe que la fe en Dios, ni por más doctrina que la de la Iglesia. No era higienista. No era deportista. El joggin, o carrerita, le dejaba impasiblwe y tampoco jugueteaba ni con plantas medicinales ni con fármacos mágicos, ni con las brujerías de la doctora Aslan.

Vamos, que era normal y no hacía nada del otro jueves, salvo seguir como siempre, es decir, joven, alegre y sano a los cincuenta años, cuando muchos de los de su quinta estaban fuera de la circulación.


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Publicado el 14 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Estás un Poco Loco, ¿No?

Arturo Robsy


Cuento


Toc, toc... Llaman a la puerta, pero se diría que es la puerta misma la que te reclama. Creías que había terminado el día, o la jornada, que es palabra que describe mejor tus horas de esclavo. Sin embargo, ahí tienes como alguien te reclama, como alguien aguarda tras la hoja de madera, un amigo quizá o, quizá, un desconocido.

Tú sabes que por dentro eres un hombre pequeño, un hombre encerrado en carne cobarde y, quizá, cansada. Unos días vivir es una llama y, otros, algo demasiado largo que te coge por el cuello. La monotonía es, quizá, la que te ahoga, y la soledad, que siempre desemboca en miedo. ¿Cuántas veces te has hecho el propósito de cambiar? Desde mañana, esto. Desde mañana, lo otro. Pero ni los ricos lo consiguen, aunque a ti te da la sensación de que ellos sí podrían.

Hay un mundo maravilloso por ahí. Se vislumbra en las películas y se roza en algunos libros, ¿verdad? Están las aventuras tremendas en las que tú puedes sonreír porque sabes que llegarás salvo hasta el final, hasta los brazos de la chica. Y las islas de cocoteros, donde el sol es una joya y el cielo tan azul como el de los anuncios. Y también hay lealtad y alegría y amor... Pero tú tienes un trabajo, que no es malo, desde luego, pero es un trabajo: no sólo vendes tu tiempo y tu inteligencia, sino que estacionas tu vida, la dejas en la entrada cada mañana y la recoges después, como a un abrigo que se va haciendo viejo.


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Publicado el 20 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Hágase la Llama

Arturo Robsy


Cuento


— ¡Máquinas y máquinas! — dijo el hombre lanzando un martillo al fondo del cobertizo. — Apuesto a que no has visto una bendita herrería en tu vida.

El pueblo, blanco, se extendía a lo lejos en la luminosa calma mediterránea y el hombre lo vigilaba con ojos airados y tan encendidos como los tizones de su fragua.

— Ni siquiera debes de saber qué cosa es un herrero. — dijo, mirándome de mal humor — Nadie lo sabe. Pero yo te lo diré: los herreros somos los conquistadores del mundo, los que decidimos, hace milenios, llevar al hombre a las estrellas. Los Señores del Fuego.

De todas formas aquellas palabras no sonaban a herrero ni mucho menos. Atendí mejor a los rasgos en busca de la señal de la cultura en el rostro, de la huella del pensamiento en las manos, pero aquel era un diablo malhumorado y algo cojo, que se meneaba pisoteando la tierra cenicienta debajo de su emparrado verde.

— No hay herreros — resumió — de modo que nadie puede entender el mundo. No me extraña que haya tanta delincuencia.

Yo, para la historia y para el mundo, había ido a una ferretería a comprar una rejilla y unos morillos para mi chimenea y, aunque julio, me hacía ilusión colocarlos inmediatamente y, sobre ellos, tres o cuatro artísticos leños de encina.

Desgraciadamente, las medidas de mi chimenea no estaban homologadas, estandarizadas o como quiera que se diga, de modo que ninguna de las piezas fabricadas en serie encajaba en ella, y así fue como me encaminaron a las afueras, al herrero, advirtiéndome de que estaba medio loco y que me haría o no el trabajo, según.

— ¿Según, qué?

— Según el viento, por ejemplo. Cuando sopla el mediodía es cosa sabida que tira piedras. El poniente sólo le hace maldecir. El norte es el más favorable. Hay quien dice que con norte se le ha visto sonreír, pero son exageraciones.


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Publicado el 21 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Y, a su Sombra, un Crucifijo

Arturo Robsy


Cuento


Este pequeño nómada que soy andaba por lo alto de las peñas, haciendo la pereza veraniega del paseo. Un chispazo de extraña plata, luz del mediodía en rayo, me dio en los ojos subiendo desde el mar. Entre las peñas grises, el brillo; entre las chispas de espuma quieta, el fulgor.

Uno es sólo realista a medias, y andan siempre por la mente tesoros escondidos por piratas patapalo, prodigios y magias, misterios generales que nacen con el alma, y una luz inesperada enciende, lo mismo que un silencio repentino, un grito o, simplemente, nada, esa nada como brisa o esa nada como sombra.

De modo que la luz tiró de mí y yo de la aventura y, juntos y no con mucha calma, bajamos el acantilado del mar Mediterráneo, hacia la luz del tesoro, hacia el hallazgo y el secreto.

Desapareció el reflejo al descender y la luz al irse dejó al descubierto un objeto negro, de charol y picos, que me dejó perplejo: un tricornio.

Miré en torno porque una larga experiencia me ha enseñado, como a todos, que no hay tricornio sin guardia debajo, al lado o, cuando menos, en las proximidades, de modo que tricornio a solas entraba en la categoría de lo casi extraordinario, como cuando brilla la luna de día o brilla el arco iris en la gota de rocío.

— ¡Hola! — grité, no sé si al tricornio o al posible guardia invisible. — ¡Eh! ¡Hola! — insistí mientras, en realidad, pensaba: "Y ahora, ¿qué hago?"

Aún no me había decidido a tocar el hallazgo por una especie de pudor. Trepé a una roca algo más alta y oteé. Di unas cuantas voces más y algunas vueltas en redondo antes de volver junto al misterio del tricornio desparejado.

— Esto no se ha perdido. — razoné — Nadie pierde un tricornio.


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Publicado el 21 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Los Papeles del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Cuento


Prólogo del editor

I

¿Por qué le llamábamos doctor Angélico? Porque era ya doctor en Ciencias cuando nosotros cursábamos aún el año preparatorio de Jurisprudencia, y porque se llamaba Angel, Angel Jiménez. Una bromita de chicos que él no tomaba a mala parte porque era la bondad personificada.

La primera impresión que Jiménez producía era de desvío, casi de miedo. Unas barbas aborrascadas, unos cabellos crespos, un color cetrino, unos ojos negros ligeramente hundidos, de mirar insistente y duro; no exageraría diciendo agresivo. Pocos hombres serían capaces de resistir aquella mirada. Pero en los años que nosotros contábamos todavía no se tiene miedo a los hombres, y nuestra fuerza de afinidad no ha sufrido menoscabo. Además, Jiménez era doctor, nos llevaba cinco o seis años de edad, y en aquel período de la vida tales diferencias constituyen una superioridad a la cual rendíamos tributo, perdonando sus palabras sarcásticas y sus modales bruscos.

El primero que se convenció de que aquel hombre no era un ser atrabiliario fuí yo. Paseábamos una mañana emparejados por los corredores de la Universidad esperando la hora de clase, pues Jiménez, que aspiraba a hacerse doctor también en Filosofía y Letras, cursaba aquel año las mismas asignaturas que nosotros. Le narré, por incidencia, cierto rasgo de abnegación llevado a cabo por un individuo de mi familia, y al pasar por delante de una ventana, como la luz le diese de lleno en el rostro, observé que sus ojos estaban rasados de lágrimas, aunque sin perder su habitual dureza.


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Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

La Confesión de un Crimen

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.


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Publicado el 21 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

El Pájaro en la Nieve

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegos suelen aprender, la música; y fue en este arte muy aventajado. Su madre murió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de un regimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que no daba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado, que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padre indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír su nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se había trasformado en malo aquel corazón tan bueno? Juan no podía persuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas veces achacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano no quería escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba que iba a darles una sorpresa el mejor día presentándose cargado de millones en el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estas imaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste, exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, se atrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me da el corazón que ha de escribir uno de estos días.»


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Publicado el 21 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

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