Textos más cortos etiquetados como Cuento disponibles | pág. 49

Mostrando 481 a 490 de 3.798 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos disponibles


4748495051

Flor del Estero

Javier de Viana


Cuento


A la orilla de un arroyuelo menguado, de aguas turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y Fabia lavaban en silencio.

El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío y recio el viento, uno de esos días en que parece que el sol ha dormido mal y se levanta alunado.

A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, regordeta, sonrosada, conservaba su constante buen humor y su sana alegría. Fregaba sin cesar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la tarea ni la agriedad del tiempo conseguían contrariarla.

No así Albina, quien mustia, desganada, silenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, caídos los brazos, cerrados los ojos.

—¡Pero mujer,—exclamó Fabia,—anímate un poco, que da lástima verte con ese aire de cordero achuchao!...

Albina volvió la cabeza y dijo:

—Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, siempre contenta, siempre cantando, indiferente y despreocupada como los pájaros!

—¿Querés que me ponga a llorar porque no tengo ninguna pena?...

—¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!...

—Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con l'auja o me clavo una espina en un pie o tengo retorcijones de tripas; pero eso no es como p'andar tuito el tiempo llorando y con cara de viernes santo.

—¡Es que a mí a cada momento me pinchan las aújas y se me clavan espinas!...

—¡Porque siempre andas con el corazón descalzo!—respondió riendo Fabia.

La risa de la chica resonó sonora en la soledad del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pescaba plácidamente quince varas más abajo, separado y oculto de las mozas por un mechón de las largas y ásperas barbas del estero.

, No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió la pesca y se encaminó al lavadero, donde se presentó de improviso, saludando con un:

—Güeñas tardes, linduras...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Paso de la Recua

Arturo Ambrogi


Cuento, crónica


Cae perpendicularmente el sol. Cae perpendicular, encendiendo ofuscantes reflejos en el polvo calizo de la carretera.

Es la hora del mediodía. La hora propicia en que los garrobos, abandonando sus cuevas, suben, rampantes, por los troncos de los viejos árboles, hasta la cúspide pelada y ahí plantados, parecen implorar una ráfaga de brisa. Es, también , la hora en que las culebras se enroscan en nudo más apretado, y así amodorradas se están, chitas, entre las requemadas macollas o se tienden , estiradas como chirriones, simulando estar muertas, entre el polvo blanco.

La naturaleza parece aletargada. Sumida en un sopor de plomo, en medio del cual apenas repercute, estridente, el agrio chirrear de las chicharras y de los chiquirines.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 125 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2020 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 406 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Aventura India

Voltaire


Cuento


Pitágoras, estando en la India, aprendió, como saben todos, en la escuela de los gimnosofistas la lengua de los animales y la de las plantas. Paseándose un dia por un prado cerca de la orilla del mar, oyó estas palabras: ¡Qué desdicha la mia de haber nacido hierba, apenas llego á dos pulgadas de alto, cuando me huella bajo sus vastos piés un monstruo voraz, un animal horroroso, que tiene armada la boca de una ñla de tajantes hoces con que me siega, me hace añicos, y me traga: los hombres llaman carnero á este monstruo, y no creo que haya en el universo criatura mas abominable.

Dió Pitágoras algunos pasos más, y encontró una ostra abierta sobre una piedra: todavía no había abrazado la admirable ley que prohíbe comerse á los animales nuestros semejantes; iba á tragarse la ostra, cuando dijo ella estas lastimosas razones: ¡Oh naturaleza, qué feliz es la hierba, que como yo es obra tuya! Cuando la cortan, renace, y es inmortal; y nosotras desventuradas ostras, en balde nos defiende una doble coraza, que unos malvados nos engullen á docenas para desayunarse, y se acabó para siempre. ¡Qué suerte tan horrenda la de una ostra! ¡qué inhumanos son los hombres!

Estremecido Pitágoras conoció la enormidad del delito que iba á cometer: pidió llorando perdón á la ostra, y la repuso bonitamente encima de la piedra.

Mientras iba meditando profundamente en este suceso, vió de vuelta al pueblo arañas que se comían las moscas, golondrinas que se comían las arañas, y gavilanes que se comían las golondrinas. Todas estas gentes, decía, no son filósofos!


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 264 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

De Cuerpo Presente

Rafael Barrett


Cuento


Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atropellándose.

Una vieja, acurrucada, pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos.

El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.

Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir.

Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.

Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.

En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco.

Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de mazo.

Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó; las hijas, aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 143 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Mosca Brava

Javier de Viana


Cuento


Lo habían apodado así y él aceptaba gustoso el sobrenombre y afanábase en justificarlo.

A falta de hombría, de valor físico y de valor moral, el poseía como el insecto aludido, un aguzado aguijón y una gran agilidad para esquivar el peligro.

Pero si la mosca brava tenía la débil atenuante de hacer daño para nutrirse, por razones de supervivencia, Dermidio no se hallaba en igual caso: él dañaba por mero entretenimiento. Incapaz de labrarse su propia felicidad por medio de un esfuerzo constante, complacíase en mortificar la ajena, urdiendo intrigas y sembrando desconfianzas.

Había en la estancia de Craguatá un mayordomo muy viejo, tan viejo que ya no podía comer matambre asado ni contar cuentos ni sacar una carta del medio jugando al truco por tortas fritas.

Entonces él mismo recomendó al patrón un sucesor, Gervasio Ayala, un muchacho casi, pero que don Ambrosio, el mayordomo, conocía bien, y de cuya seriedad, honradez y competencia no trepidaba en salir garante. El patrón había objetado:

—Me parece muy cachorro y temo que no le obedezcan de buena gana.

Y el viejo:

—Pierda cuidao, don Antonio. Si no obedecen de güeña gana, lo harán de mala, pórqu’ese cachorro es de raza y sabe morder.

—Recién albíerto, —dijo con sorna el patrón,— que tiene cierto parecido con usted.

—Sí, es medio pariente, —confesó don Ambrosio ruborizándose.

Gervasio Ayala ocupó la mayordomia, y después de darle posesión del cargo, su protector, le dijo:

—Tuita la pionada es güeña, pero cuídate de Dermidio, «Mosca Brava», qu’es remolón p’al trabajo y guapo p’al lengüeteo y el enriedo.

—Dejeló por mi cuenta, —respondió el mozo.— La mosca brava no molesta más que a los impacientes que la espantan a manotones; ella juye, güelve otra güelta y cuanti más se calienta uno, más fácilmente se escapa. Yo sé un modo de arreglarla...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 22 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 75 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Dominós de Encaje

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Cómo les palpitaba el corazón a las dos loquillas, cuando por la puerta de la verja, a espaldas del palacio, salieron a pie y solas, envueltas en sus dominós de blanco encaje riquísimo, y pisando con tiento la acera, a fin de alcanzar un simón antes de que los pulidos zapatitos de raso se les manchasen de barro y polvo vil!

Habían madurado aquel plan todo el invierno. Lo habían acariciado en las veladas que pasaban juntas, lejos de la cargante vigilancia de Frau Mathild, el aya vienesa. Habían pensado y discutido los menores detalles, como prisioneros que combinaban la evasión. Y al llegar la época de Camestoleudas, lo tenían todo arreglado y previsto: poseían los billetes, tenían una doble llave de la verja, encargada secretamente a un cerrajero, y los disfraces, los dominós, hechos con arte de los magníficos velos de punto a la aguja, traídos de Francia para lucirse en la ceremonia nupcial.

Porque Mercedes y Rosa iban a casarse en Pascua, y tiernamente enamoradas de sus gallardos novios, querían antes del momento decisivo e irrevocable, someterles a una pequeña prueba, de la cual, seguramente, saldrían vencedores. Deseaban las dos señoritas ver si en efecto se abstenían sus prometidos de concurrir a aquel baile de máscaras de que tanto se hablaba, el de la «Asociación artística», baile cuyas panderetas y sonajas les repicaban en los oídos un mes antes de que se celebrase; como un himno al placer y a la alegría carnavalesca.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 63 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Euritmia

Miguel de Unamuno


Cuento


Creyérase que llevaba sobre sí el peso de algún crimen cometido por su alma allá, en la eternidad, antes de cobrar existencia encarnando en el cuerpo; tal era su carácter extrañamente huraño y sombrío. Su mirada no se posaba serena en las cosas, sino que parecía asirlas con dolorosa percepción. De sus palabras podía decirse con toda verdad brotaban del silencio y no que eran la continuación en alta voz del pensamiento hasta entonces callado.

Lo sorprendente fue cómo se casó tal hombre y, para los que creían conocerle, cómo encontró mujer que le quisiese por marido, y cómo acabó su mujer por quererle con locura. Porque cuando, sentándose él frente a ella, en las veladas invernales la contemplaba silencioso con aquella su mirada de presa, sintiéndose la pobre subyugada, advertía que le llenaban el alma las profundas aguas de la piedad. ¿Cómo redimiría la docente culpa de aquel hombre?

De todas las singularidades de aquel desgraciado taciturno, la que más daba que cavilar a su mujer era su aversión a la música. La música le daba dentera espiritual, le ponía fuera sí, desasosegado. Y era, a la verdad, caso extraño el de que aquella alma fuese antimusical.

Pareció respirar otros aires cuando llegó a ser padre, profesando al niño un amor de presa también, con su mirada. Seguíale todas partes desasosegado e inquieto, fantaseando sin cesar imprevistos sucesos que acabaran con la tierna vida. La idea de que se le muriese el hijo apenas le dejaba descansar.

El niño gustaba recogerse en los brazos del padre taciturno, dejarse mecer por su silencio, dormirse en ellos mirándole a la mirada de presa, que parecía derretírsele entonces y difundirse con dulzura en la del hijo. ¡Qué coloquios entre las dos miradas! ¡Y cómo adivinaba el niño las sonrisas interiores de aquella alma recogida, las caricias enterradas en sus honduras!


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 170 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Consejo del Tío

Javier de Viana


Cuento


Aún no había aclarado del todo, cuando Albino estaba en la enramada ensillando con sus pilchas miserables, su mancarrón tubiano, flaco, abatido, tan miserable y ruinoso como el apero.

Don Tiburcio, el capataz, extrañado de aquel insólito madrugón de Albino, le preguntó:

—¿P‘ande estás de viaje?

—Pa los Campos del Diablo—respondió el mozo con voz compungida.

—¿Y por qué te vas, muchacho?...

—¡Yo no me voy, m'echan!...

—¿Quién te echa?

—Mi tío Pancho... Anoche me dijo: «Mañana mesmo me ensillás tu sotreta y te mandás mudar. Si cuando yo me levante t'encuentro tuavía aquí, te vi a untar los costillares con ungüento e tala».

—¡Y el patrón es muy capaz de hacerlo!—asintió riendo el viejo.

—¡Ya lo creo qu'es capaz!... Es un bruto, mi tío Pancho!...—respondió Albino, al mismo tiempo de apretarle tan rudamente la cincha al tubiano escuálido, que este encorvó el cuello y le tiró un tarascón, como diciéndole: «¡No seas bruto, vos también!».

—Y a todo eso—gimió el muchacho—porque tengo una enfermedad, la e ser un poco chupista.

—Y bastante haragán; son dos enfermedades.

—No, es una mesma. Cuando me chupo un poco no tengo juerza pa trabajar, y entonces me da rabia y chupo más... ¡y claro! tengo menos juerza...

—Y más ganas de chupar.

—Dejuro. Adiós don Tiburcio.

Y se marchó, rumbo a los «Campos del Diablo», vale decir a lo ignoto, al azar de la existencia bagabunda.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 49 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

4748495051