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Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Racimo de Horca

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del vigésimo virrey del perú

I

Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:

Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento.

Guarde Dios a vuesa merced muchos años.

El conde de Castellar.

Hoy 10 de septiembre de 1676.

Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan, cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:

—De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.

Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:

—¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que nos ha caído trabajo, y de lo fino.

Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Primavera Triste

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.


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6 págs. / 10 minutos / 70 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Olor de Cacao

José de la Cuadra


Cuento


El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.


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Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Misa de Gallo

J. M. Machado de Assis


Cuento


Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.

La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.

A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.


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8 págs. / 14 minutos / 194 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Sueños

Francisco de Quevedo y Villegas


Cuento


SUMA DEL PRIVILEGIO.

Tiene privilegio de su Majestad por diez años don Francisco de Quevedo Villegas, Caballero de la Orden de Santiago, para imprimir este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, como consta de su original, despachado en el oficio de Lázaro de Ríos, Secretario de su Majestad, y Escribano de Cámara. Fecho en Madrid a 28 de enero 1631.


SUMA DE LA TASA.

Los señores de Consejo tasaron este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, a cuatro maravedís cada pliego, y tiene veinticuatro pliegos, que monta noventa y seis maravedís cada libro, en que se ha de vender en papel, como consta de la fee que dio Lázaro de Ríos, Secretario de su Majestad, en 17 de marzo de 1631.


FE DEL CORRECTOR.

Este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, compuesto por don Francisco de Quevedo, está bien y fielmente impreso con su original. Dada en Madrid a 12 días de marzo de 1631. El Licenciado Murcia de la Llana.


CENSURA DEL P. M. FRAY DIEGO de Campo, Calificador de la General Inquisición y examinador Sinodal del Arzobispado de Toledo.


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159 págs. / 4 horas, 39 minutos / 824 visitas.

Publicado el 5 de abril de 2020 por Edu Robsy.

La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.


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3 págs. / 6 minutos / 330 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tristeza

Antón Chéjov


Cuento


La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.


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5 págs. / 9 minutos / 927 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Soga

José de la Cuadra


Cuento


En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.

—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.

—¿Y pa qué?

—Pa la guerra.

—Ajá…

Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.

—Van embanderaos…

—Sí; son der gobiesno.

En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.

—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…

—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.

—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!

Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.

—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…

—Ayer decíah que te fartaba un mundo.

Pancho miró con rabia a su interlocutor.

—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.

No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.

—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.

—Claro que sí. Como anda la soga…

—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.

A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.

—¿A mi'hijo?

—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…

El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:

—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.


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3 págs. / 6 minutos / 532 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Noche de Navidad

José María de Pereda


Cuento


I

Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos los demonios. Á la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan á borbotones el humo que se lleva rápido el helado norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, ó cita cariñosa á su pareja desde la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba!, ¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre los morrillos de una calleja…; y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.

En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara á cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.

Han pasado la tarde retozando sobre el mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.

De los dos muchachos, el uno es de la casa y el otro de la inmediata.

De repente exclama el primero, en la misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:

—Yo voy á comer torrejas … ¡anda!

—Y yo tamién—contesta el otro con idéntica mímica.

—Pero las mías tendrán miel.

—Y las mías azúcara, que es mejor.

—Pues en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello….

—Y mi padre trijo ayer dos basallones … ¡más grandes!…


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11 págs. / 19 minutos / 176 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

1718192021