Al compañero Carlos Falconi Villagómez.
I
Detrás estaba la selva, apenas hollada, virgen quizá en largas
extensiones, vivero de alimañas; y desde la cual, en las tardes soplaban
vaharadas de salvajes aromas y golpes de ruidos misteriosos.
Caballero en Bubi —un talamoco enano— en varias ocasiones me
había aproximado a los linderos de la selva, sin atreverme a
penetrarla, cohibido ante su vieja doncellez.
—Hay una trocha, blanco, que dentra hasta un punto que llaman der Pajonal.
Esto me decía Crisanto, el peón negro, que fuera capataz de la hacienda hasta mi llegada como administrador; y añadía:
—Un compadre mío de allá, me contó de que hay gente... Un gringo no sé cuanto que vino el año pasao...
La trocha era practicable, y en uno de mis frecuentes ocios, casi sin intención seguí por ella.
...Era una mañana clara. Terciada la carabina a la bandolera, jinete en mi Bubi
leal, no me arredraba la soledad. Mis lecturas de bachiller huracanaban
recuerdos en mi memoria, y suspiraba por el advenimiento de una
aventura —al clásico estilo del género— con su inevitable cohorte de
fieras y de hombres peor que fieras.
Siguiendo los vuelos de mi imaginación —que era una loca libélula—,
apenas prestaba atención a la despampanante belleza de la Naturaleza,
desnuda allí, al descubierto la magnificencia de sus encantos; ni a las
horas tampoco.
Las repentinas paradas de Bubi y sus relinchos, me volvieron a la realidad... Bubi
era mi reloj. Miró al cielo, y el sol ardía ya en el cénit; al propio
tiempo que un agradable cosquilleo en el estómago, delataba un próximo
apetito, (Ah, mis formidables apetitos de entonces, lejanos ya,
imposibles de tornara ser!)
Leer / Descargar texto 'Olga Catalina'