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El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 55 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Comediante Fonseca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Conocí a Mariano Fonseca en un café de la Avenida de Mayo, donde se reunían muchos actores y músicos españoles, venidos a los teatros de Buenos Aires. Su pelo, teñido intensamente, le proporcionaba a veces la afrenta de llevar en el rostro negros churretes que se esparcían por los surcos de sus arrugas. Pero este tinte escandaloso le infundía al mismo tiempo la certeza de que aún le quedaban largos años de vida para ser en comedias y dramas el protagonista de mediana edad y caballerescas acciones.

Sus compañeros de profesión no aceptaban esta juventud ilusoria. Sólo los antiguos, los que eran en la escena «padres nobles» y podían reclamar por sus años el papel de «barba», osaban tutear al célebre Fonseca. Los demás, a pesar de la familiaridad que rige la vida del teatro, le llamaban siempre don Mariano.

—Yo resulto poca cosa comparado con usted, doctor Olmedilla—me dijo una noche—. Antes de ser comediante estudié el bachillerato allá en Madrid, y me doy cuenta de que hablo con un médico de gran porvenir, llegado a estas tierras por curiosidad aventurera, pero que algún día obtendrá gran fama en nuestra patria. Por eso agradezco mucho que un hombre tan «científico» se digne venir a un establecimiento como éste para hablar con un pobre actor... Pero, aunque yo sea un ignorante comparado con usted, me considero por encima de mis camaradas.

Y Fonseca, acodándose sobre el mármol, en una actitud que él deseaba espontánea y hacía recordar la postura arrogante de un héroe de capa y espada sentado en una hostería, miró con bondad protectora a los otros hombres de teatro que ocupaban las mesas cercanas y parecían olvidados de él.


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34 págs. / 1 hora / 44 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Sol de los Muertos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.


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23 págs. / 40 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Rápido París-Orán

Gabriel Miró


Cuento


Hay en todos los pueblos un grupo romántico de señoritos mozos que acuden a oler el perfume de lo nuevo que pasa en el ferrocarril o diligencia, parados brevemente en la estación o en la plaza del lugar.

No es vana holganza lo que motiva sus lentos paseos hacia la estación o la espera en la plaza, sinos romanticismo, tal vez virgen o escondido aun para esos mismos corazones. Estos señoritos tienen en sus manos bastones; muestran cinturón con hebilla, que casi siempre forma una blanca herradura; calzan botas muy grandes cortezosas de lustre. Se desconoce la razón del radicalismo en tocarse: o traen el sombrero con grave perjuicio de los ojos, de puro hundido, o levemente puesto hacia atrás, dejando manifiesta la mitad del peinado.

...En la colina, sobre la verdura pasada del sol poniente, brota un copo de humo que se pierde en la cúpula del cielo.

Allí ha ido el mirar de los jóvenes. Después, atienden callados y contando sus pisadas crujidoras.

El señor jefe de estación, o la gorra del señor jefe —la única galoneada gorra del pueblo, olvidando la del señor alguacil— es para ellos evocación sagrada de todos los trenes. Y la miran respetuosamente; y miran amables a sus amigos, los viejos eucaliptos o las rugosas acacias, árboles ferroviarios, con sus pobres copas ahumadas.

Cuando aparece el negro y poderoso pecho de la máquina, se detienen los jóvenes. De ellos revisan su ceñidor; otros limpian con el pañuelo su calzado; y en el pecho de todos ha sonado un latido que no es el latido isócrono, vulgar, que sienten cuando andan por las callejas o platican en la farmacia o se aburren en las salas de sus casas y en el casino.

Ya parado el tren, los ojos lugareños recorren los cristales de los vagones y quedan entretenidos golosamente ante los de primera clase.


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4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Vieja y el Artista

Gabriel Miró


Cuento


Criado en soledad, sin avisos y enseñamientos de maestro, sin halagos ni mordeduras de camaradas, el retraído artista escuchaba menudamente su espíritu, lo sutilizaba con la observación, lo acendraba con estudios, lo abría y ampliaba, dándole fuerzas y contento, en la visión insaciable de los campos, de la serranía, del cielo y del mar.

Gozaba, traspasado de ternura, hallando en las plantas y en los animales y en las cosas humildes una participación íntima y armónica de la vida grande y excelsa y de la humana. En cambio, para amar a algunos hombres, necesitaba de afanosos trabajos de voluntad y relacionarlos con la callada vida de lo inferior y sumiso. De aquí se deslizaba a invertir las agrias palabras de J. J. Rousseau, que loaba al Hombre y aborrecía la Humanidad. El artista que digo, artista-escritor, no abominaba de ésta ni de aquél, sino que creía más fácilmente en la especie que en el individuo, pues decía que los hombres, juntos, muchos, no eran ruines, siquiera fuesen peores. Cuidaba del amor, atendiendo celosamente el brote y prendimiento en su alma de toda simpatía o malquerencia para fomentarla o reprimirla; y de tanta sutileza se seguía el no tener reposo.


* * *


Regresaba el escritor de las soledades campesinas. Y cerca del poblado vió destacarse la silueta espantosa de una vieja, larga, seca y doblada. Estaba inmóvil. Si encima le hubiese pasado el ramaje de un árbol, creyérasela pendiente de una cuerda que la acabase de ahorcar. El artista se sintió mirado en toda su carne por unos ojos hondos, inquietos, de maleficio.

La recordó, durante la noche, con repugnancia y hasta con miedo; y sin embargo, se confesó que deseaba verla, saber de sus miserias, porque debía de ser muy miserable.


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4 págs. / 8 minutos / 38 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Los Pescadores

Federico Gana


Cuento


La noche caía rápidamente sobre el lago de Tiberiades; millares de estrellas resplandecían ardientes en el cielo negro y se reflejaban temblorosas en las aguas. Una claridad blanquecina coronaba como un tenue nimbo pálido las sombrías y boscosas montañas del Herunn, de Cafarnaum y de Betsaida; y una fresca brisa cargada con los penetrantes aromas del azahar, de los tamarindos y de las yerbas silvestres, venía de lo alto de las colinas.

En la calma profunda del anochecer, escuchábanse tan sólo los plañideros balidos que se escapaban de los apriscos, el lento y acompasado rumor de los remos de alguna barca pescadora que surcaba el lago, el sordo cuchicheo de las olas mordiendo las riberas.

En una playa estrecha y arenosa, hacia las márgenes de las tierras de Filipo, frente a Magdala y Tiberiades, había algunos hombres reunidos alrededor de una fogata. No lejos de ellos veíase, emergiendo de los cañaverales de la orilla, la negra silueta de una barca.

Los rojizos resplandores del fuego iluminaban los rostros atezados y curtidos por la intemperie de aquellos hombres, sus robustos cuerpos cubiertos de píeles de carnero y de andrajosas y desgarradas túnicas de telas groseras. Casi todos eran jóvenes; y, a juzgar por las redes que estaban tendidas a su lado, pescadores de aquellos contornos.

Hablaban en voz baja, con rápidas frases, como consultando unos con otros algo grave que los preocupase extrañamente, mientras iban tendiendo al calor del fuego algunos trozos de carne de pescado.

De pronto uno de ellos, hombre de frente estrecha y gruesas facciones, que permanecía con la mano en la mejilla y la mirada perdida en un punto indefinido, dijo con voz áspera y breve en la que vibraba una sorda irritación, volviendo el rostro hacia sus compañeros.


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Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Señora

Federico Gana


Cuento


A Antonio Bórquez Solar


Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían una ansja devoradora de llegar, de llegar pronto.

Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:

—Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?

—Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.

A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violacea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.

Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.

En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a través de la reja y los naranjos de una casa de campo... Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.


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Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Crepúsculo

Federico Gana


Cuento


Regresaba de cazar una fría tarde de invierno y marchaba al lento paso de mi caballo al lado de la línea férrea, por un camino vecinal bordeado de sauces llorones. A mis espaldas, dejaba las azules montañas de la costa, donde el sol acababa de ocultarse, y a mi frente se extendía el caserío del vecino pueblo de L.; más allá divisaba el panorama de la cordillera de Los Andes, que se destacan cubiertos de sombrías brumas, entre los largos y caprichosos filos de las pardas alamedas de los potreros y los caminos lejanos.

El día anterior había llovido, y todo lo que la vista abarcaba estaba cubierto de grandes charcas que brillaban rojas y sombrías, como transparentes manchas de sangre recién vertida, al reflejar el cielo poblado de espesos arreboles. De cuando en cuando, la rama de un árbol, que rozara al pasar, dejaba caer sobre mí una helada lluvia de pequeñas gotas de agua.

El día había sido bueno y mi morral iba repleto de patos y becasinas; pero me sentía fatigado, pues estaba en pie desde el amanecer, la caminata había sido larga y deseaba con ansias llegar luego a casa. Mi perro corría en libertad cerca de mí, husmeando nerviosamente entre las plantas acuáticas de los fosos que bordeaban la carretera. El verde de los campos se obscurecía poco a poco; plañideros balidos de ovejas, escapándose de algún lugar cercano, el ruido de una locomotora que se alejaba de la estación, el mugido de una vaca llamando a su cría, turbaban sólo la calma del anochecer. De repente, dominando todos estos rumores, resonó pausado y vibrante el son claro y distinto de la campana de la Iglesia del pueblo, que llamaba a la oración; y me imaginaba confusamente que las sombras se espesaban y caían con más rapidez alrededor de mí.


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Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Un Carácter

Federico Gana


Cuento


A Gustavo Valledor S.


Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maulé, vecina al pueblo donde yo vivía.

El reo está frente al juez. Es un hombre como de cuarenta y cinco a cincuenta años, de larga y espesa barba negra, nariz aplastada, frente estrecha, carnosa, surcada de arrugas, ojos bizcos y mandíbula inferior saliente y temblorosa. Su cuerpo es fuerte y robusto, aunque deforme: los brazos extremadamente largos, las espaldas anchas y gruesas y las piernas muy cortas, torcidas en forma de arco. Viste un raído y manchado pantalón de mezcla, una camisa de tocuyo y un harapo en forma de manta. Los pies desnudos. Ha entrado cojeando a causa de los grillos y de su natural deformidad, con la cabeza baja y la frente contraída, como sumergido en una profunda abstracción.

Al llegar al medio de la sala, ha levantado la vista y paseado una larga mirada por toda la habitación.

El juez lo contempla fijamente y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

Tarda un instante en contestar y, al fin, responde con voz ruda y sonora:

—No sé.

—¡Cómo! ¿No sabes?

—En el pueblo me llaman Juan, «Juanito», contesta con indiferencia.

—¿Y tu padre?

—No tengo padre.

—¿Y tu madre?

—No tengo madre.

—¿No tienes pariente alguno, entonces?

—Soy solo —dice sencillamente y vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho.

El juez permanece un instante en silencio. En seguida le dice:

—¿Tú mataste al señor Gómez?


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2 págs. / 5 minutos / 216 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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