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El Pájaro Azul

Rubén Darío


Cuento


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos —pintores, escultores, poetas— sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...

—Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.


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3 págs. / 6 minutos / 3.975 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Pastor y el Rebaño de Nieve

Abraham Valdelomar


Cuento


I

Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca, era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un color rojo encendido que ardía sobre el mar.

Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció. Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...

–¡Por fin!

–¡La felicidad te espera!

–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...

–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...

–¡Te lo concederé! ¡Habla!

–Quiero ver a las vírgenes del Sol...

El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.

–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 286 visitas.

Publicado el 3 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Pesimista Corregido

Santiago Ramón y Cajal


Cuento


I

Juan Fernández, protagonista de esta historia, era un doctor joven, de Veintiocho años, serio, estudioso, no exentó de talento, pero harto pesimista y con ribetes de misántropo.

Huérfano y sin parientes, vivía concentrado y huraño en compañía de una antigua ama de llaves de su familia.

Hacia la época en que le enfocamos se habían recrudecido en nuestro héroe el asco a la vida y él despego a la sociedad. Descuidaba la clientela y el trato de los amigos, que le veían de higos a brevas, y pasaba su tiempo enfrascado, en la lectura de obras cuya tonalidad melancólica casaba bien con el timbre sentimental de su espíritu. Agrada saber al desdichado qué no estrenó la desdicha y que su menguado concepto del mundo y de la vida halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas. Compréndese bien por qué Juan se solazaba y entretenía en la lectura de Schopenhauer y Hartmann, del antipático y vesánico Nietzsche y del adusto y profundo Gracián. Y el orgullo de coincidir con la opinión de tan calificados varones prodújole, a ráfagas, algún consuelo, a cuyo fugitivo calor sentía deshelarse parcialmente el lago glacial de su voluntad y aliviarse un tanto su dolorosa laxitud de espíritu y de cuerpo.


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Dominio público
45 págs. / 1 hora, 19 minutos / 217 visitas.

Publicado el 5 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Remolque

Baldomero Lillo


Cuento


—…Créanme ustedes que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía muy penoso.

Y mientras el narrador se concentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantín. Sin la ligera oscilación de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre, nos hubiéramos creído en tierra firme y muy lejos del “Delfín”, anclado a una milla de la costa.

De pronto quitóse el marino la pipa de la boca y su voz grave y pausada resonó:

—Era yo entonces un muchacho y servía como ayudante y aprendiz en diversas faenas a bordo del “San Jorge”, un pequeño remolcador de la matrícula de Lota.

La dotación se componía del capitán, del timonel, del maquinista, del fogonero y de este servidor de ustedes, que era el más joven de todos. Nunca hubo en barco alguno tripulación más unida que la de ese querido “San Jorge”. Los cinco no formábamos más que una familia, en la que el capitán era el padre y los demás los hijos. ¡Y qué hombre era nuestro capitán! ¡Cómo le queríamos todos! Más que cariño, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente y justo, era la bondad misma. Siempre tomaba para sí la tarea más pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podía enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi, vino hacia mí diciéndome alegre y cariñosamente: “Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito mientras yo estiro un poco los nervios”!


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10 págs. / 18 minutos / 222 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Rey Burgués

Rubén Darío


Cuento


¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:

Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.

Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.

Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 1.061 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Síncope Blanco

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí, fue de que yo había muerto.

«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 731 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Fanny

Horacio Quiroga


Cuento


Antes de cumplir doce años, Fanny se enamoró de un muchacho trigueño con quien se encontraba todas las mañanas al ir a la escuela.

Su madre sorprendiolos conversando una mañana, y tras agria reprimenda, el idilio concluyó. Pero ello no obstó para que un mes más tarde Fanny conociera a su modo las ásperas dulzuras del amor prohibido, en casa de su hermana que esa noche contraía matrimonio; pues al ver al recién casado sonriente y ufano, se había quedado mirándolo largo rato sin pestañear, como si él fuera el último novio en este mundo. De modo que un tiempo después la joven casada dijo a su madre:

—¿Sabes lo que creo? Que Fanny está enamorada de mi marido. Corrígela, porque él se ha dado cuenta.

En consecuencia, Fanny recibió una nueva reprensión.

Nada había, sin embargo, de tormentoso en los amores de Fanny, ni sobrada literatura. Era sólo extraordinariamente sensible al amor. Entregábase a cada nueva pasión sin tumulto, en una sabrosa pereza de su ser entero, el de la voluntad, sobre todo. Sus inmovilidades pensativas, soñando con los ojos entrecerrados, tenían para ella misma la elocuencia de casi un dúo de amor. Como su corazón no conocía defensa y estaba siempre henchido de dulzura y credulidad, pocas conquistas eran más felices que la suya. El río de su ternura corría sin cesar; deteníase un día, un mes acaso, pero reanudaba enseguida su curso inagotable hacia un nuevo amor, con igual desborde de profunda y dichosa languidez.

Así llegó a los quince años, y como hasta ese momento sus cariños habían sido pueriles en lo posible, bien que no escasos, su madre creyó era entonces forzoso hablarle seriamente, como lo hizo.


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2 págs. / 5 minutos / 503 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Honorarios

José de la Cuadra


Cuento


—Pero, doctor, si ella no era virgen...

—Puede ser, señora; yo no pongo en duda, ¡oh no!, lo que usted asevera. Mas, el informe pericial...

—¡Qué informe pericial, doctor! Nadie me convencerá jamás de que el peluquero Suipanta, ¡mudo morlaco!, y el carnicero Martínez saben examinar eso. ¿Es que han estudiado anatomía...? ¿Es que...?

—Será lo que usted quiera, señora; pero, el comisario, en el severo ejercicio de las funciones de su noble cargo, procedió correctamente al nombrar empíricos para el rápido reconocimiento de la violada... El Código de Enjuiciamientos en Materia Criminal, en su artículo 72 —si la memoria no me es infiel—, faculta en casos como el que nos ocupa, cuando no hay profesionales en cinco kilómetros a la redonda... Verdad es que debió nombrar a mujeres... Pero, ocurre que las personas del sexo de usted, señora, con perdón suyo sea dicho, no se prestan para...

—Sí, sí, doctor. Comprendo. Acaso, somos más honorables.. ¡Ah, dispense!

—Crea usted que si no me alcanzara, como se me alcanza, cuál es su estado de ánimo, habría pensado que trata premeditadamente de ofenderme...

—Ya le pedí excusas. Vuelvo a pedírselas. En fin, doctor; yo no entiendo nada de nada... Con todo, pienso que el comisario debió buscar a otras personas, más calificadas, más expertas, que no a...


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5 págs. / 8 minutos / 339 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Juguetes Prehistóricos

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Cuando el Señor creó la Tierra de la nada y sacó de la tierra todos los vivientes, el planeta estaba inmóvil en el espacio, y en aquel mundo tranquilo los hombres y los animales morían de vejez.

Satanás estaba furioso con aquel sosiego, y convocó a sus espíritus para que aquello terminara.

—¡Satanás! —le dijo el ángel Gabriel—; todo lo que intentes para destruir la Tierra se convertirá en un juego de muchachos.

El Ángel Caído, en su soberbia, no hizo caso del consejo y dijo a los diablos:

—Es preciso que destruyamos ese planeta; proponed medios.

—Sabed lo que dolería más en los cielos, que destruyeran la Tierra sus propias criaturas —dijo un demonio colorado.

—Es verdad; pero ¿quién de ellas será capaz de matar a su madre?

—¿No has reparado en una que se arrastra por los suelos?

—Es verdad: propongamos el asesinato a la culebra.

—¿Qué le ofreceremos?

—Aquello de que carezca.

Satanás voló a la Tierra, dio un silbido, y todas las culebras del mundo salieron de sus antros arrastrándose y eschucharon al demonio.

—¿Queréis tener piernas como los hombres o como los cuadrúpedos?

—¡Sí, sí! —silbaron a un tiempo todos los reptiles—. Queremos andar y no arrastrarnos.

—Pues cójase cada cual a la cola de una amiga, y rodead la Tierra y oprimidla hasta que cruja y se deshaga.

Trescientos millones de culebras, formando una cadena, rodearon a la Tierra dándole siete vueltas y apretándola a la vez con todos sus anillos. La Tierra, que estaba tierna todavía, se retorció de dolor y empezó a llenarse de grietas por las cuales se despeñaron las aguas, y a formar jorobas en las que se refugiaron los vivientes.

Gabriel apareció y dijo a los reptiles:

—No os soltéis y apretad firme.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Cita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después —por entera que fuese su infatuación—, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.


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3 págs. / 6 minutos / 163 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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