A la vera del camino, tras un recodo de la loma, junto a los grandes
ventisqueros y frente a los grandes pajonales que hace crecer el frío,
estaba la choza de un viejo montañés de barbas patriarcales y canas,
pronta a desvencijarse bajo el peso asolador del viento que ruge, la
nieve que cae y el tiempo que pasa.
Fue en los estertores de un crepúsculo invernal, que
en el límite visible del camino, se dibujó la silueta temblona de una
Vieja, con el bordón a la mano y la espalda doblada bajo un fardo de
penas. Fue acercándose lentamente por el camino intransitable y, su voz
cansada, sonó extraña a los oídos del Viejo.
—Hermano: Habréis visto pasar por esta ruta a un peregrino joven, de
mirar encendido, negra la cabellera, como el corazón de sus
perseguidores; rojos sus cantos, con el rojo de los combates.
Sintió el Viejo un rebullir interno de Pasado y sus ojos quisieron ir
más allá de los de aquella, cuyas palabras evocaban tiempos idos. Pasó
por su boca rugosa una sonrisa amarga y por sus ojos apagados, un
brillar de triunfo.
—Hacen veinte años —dijo— que llegué a esta choza, testigo tal vez de
qué ignorados infortunios, de qué ignorados dolores, y sólo he visto
pasar a labriegos de lejanas alquerías, en busca de ganado perdido y a
las fieras de las montañas, en busca de presa que hacer.
—¡Veinte años! Veinte años justos hacen que partió ¡Cuánto he sufrido!
—Ven, hermana, ven, y bajo mi choza mal cubierta, junto a la lumbre
débil, me contarás tus penas; y yo las mías, que no han salido nunca de
estos labios viejos y sólo saben de ellas, las noches interminables, y
los días solos, cuando no hay pan para las carnes exhaustas ni fuego
para el cuerpo desvalido.
Y se sentaron juntos, y la llama dio un tinte rojizo a los rostros y las cosas todas…
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