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El Fardo

Rubén Darío


Cuento


Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.

— Eh, tío Lucas, ¿se descansa?

— Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo, y…

Y aquí el tío Lucas:

— Sí, patrón; ¡hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se humedecieron entonces:

— ¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.


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5 págs. / 8 minutos / 893 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

San Manuel Bueno, Mártir

Miguel de Unamuno


Cuento


Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o, mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela Carballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó al casarse aquí con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada —claro que castísimamente—, le habían borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.


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Dominio público
39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 8.084 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Ayoras Falsos

José de la Cuadra


Cuento


El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.

Este, desde su escritorio, dijo aún:

—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.

Añadió, todavía:

—No te olvidarás de los tres ayoras.

El indio Balbuca no lo atendía ya.

Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.

Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.

De vez en vez se detenía, cansado.

Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.

Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.

El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.

—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!

Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.

—¡Ujc!…

Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.


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4 págs. / 7 minutos / 3.318 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 869 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Divorcio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Querido lector:

Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.

Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que, si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino de tu vida.

El león, como es sabido, es el rey de los animales cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que tanto le pesaba.

Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal:

—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo de ajos podridos.

La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin duda, ponerla en ridículo.

—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—. ¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.

—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos nuestros vasallos.


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2 págs. / 5 minutos / 844 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 2.059 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Antropófago

Pablo Palacio


Cuento


Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.

Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.

Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.

Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.

Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada.

Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.

¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!

¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!

Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.

Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.

La comida se la arrojan desde lejos.

El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza le chorrea por los labios.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 567 visitas.

Publicado el 28 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Poema Perdido

José de la Cuadra


Cuento


Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.


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2 págs. / 4 minutos / 1.281 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Palomas Blancas y Garzas Morenas

Rubén Darío


Cuento


Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía —lo recuerdo muy bien— lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo —¡mi mundo e mozo!— y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, —un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, —todavía vaga y misteriosamente,— en mi prima Inés.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!


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5 págs. / 10 minutos / 667 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen Casi Perfecto

Roberto Arlt


Cuento


La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.


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5 págs. / 9 minutos / 2.365 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2023 por Edu Robsy.

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