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¡Solo!

Armando Palacio Valdés


Cuento


Fresnedo dormía profundamente su siesta acostumbrada. Al lado del diván estaba el velador maqueado, manchado de ceniza de cigarro, y sobre él un platillo y una taza, pregonando que el café no desvela a todas las personas. La estancia, amueblada para el verano con mecedoras y sillas de rejilla, estera fina de paja, y las paredes desnudas y pintadas al fresco, se hallaba menos que a media luz: las persianas la dejaban a duras penas filtrarse. Por esto no se sentía el calor. Por esto y porque nos hallamos en una de las provincias más frescas del Norte de España y en el campo. Reinaba silencio. Escuchábase sólo fuera el suave ronquido de las cigarras y el pío pío de algún pájaro que, protegido por los pámpanos de la parra que ciñe el balcón, se complacía en interrumpir la siesta de sus compañeros. Alguna vez, muy lejos, se oía el chirrido de un carro, lento, monótono, convidando al sueño. Dentro de la casa habían cesado ya tiempo hacía los ruidos del fregado de los platos. La fregatriz, la robusta, la colosal Mariona, como andaba descalza, sólo producía un leve gemido de las tablas, que se quejaban al recibir tan enorme y maciza humanidad.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 135 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

A Medianoche

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Corren jinete y espolique entre una nube de polvo. En la lejanía son apenas dos bultos que se destacan por oscuro sobre el fondo sangriento del ocaso. La hora, el sitio y lo solitario del camino, ayudan al misterio de aquellas sombras fugitivas. En una encrucijada el jinete tiró de las riendas al caballo y lo paró, dudando entre tomar el camino de ruedas o el de herradura. El espolique, que corría delante, parándose a su vez y mirando alternativamente a una y otra senda, interrogó:

—¿Por dónde echamos, mi amo?

El jinete dudó un instante antes de decidirse, y después contestó:

—Por donde sea más corto.

—Como más corto es por el monte. Pero por el camino real se evita pasar de noche la robleda del molino… ¡Tiene una fama!…

Volvió a sus dudas el de a caballo, y tras un momento de silencio a preguntar:

—¿Qué distancia hay por el monte?

—Habrá como cosa de unas tres leguas.

—¿Y por el camino real?

—Pues habrá como cosa de cinco.

El jinete dejó de refrenar el caballo:

—¡Por el monte!

Y sin detenerse echó por el viejo camino que serpentea a través del descampado donde apenas crece una yerba desmedrada y amarillenta. A lo lejos, confusas bandadas de vencejos revoloteaban sobre la laguna pantanosa. El mozo, que se había quedado un tanto atrás observando el aspecto del cielo y el dilatado horizonte donde aparecían ya muy desvaídos los arreboles del ocaso, corrió a emparejarse con el jinete:

—¡Pique bien, mi amo! Si pica puede ser que aún tengamos luna para pasar la robleda.


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3 págs. / 6 minutos / 467 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Famoso Cohete

Oscar Wilde


Cuento


El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.

—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.

—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la Corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


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13 págs. / 23 minutos / 1.035 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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1 pág. / 2 minutos / 1.135 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Advertencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

—Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?

La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.

—¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece.

—Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.

Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.

—¿Yo, don Caliste? ¿A mí...?


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3 págs. / 6 minutos / 195 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Moneda del Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad, la sonrisa en los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.

Sin embargo, a su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras, sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe, y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres hechiceras y amantes.


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1 pág. / 3 minutos / 168 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Muerte de la Serpentina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el cesto, entre sus compañeras, la serpentina rosa soñaba un sueño de su mismo color: veía cielos rosados, labios rosados, pétalos de rosa esparcidos, exhalando dulcísimo perfume.

—«Cuando me lancen al aire —pensaba la serpentina rosa— caeré en el seno de una niña hechicera, de alguna virgen de diecisiete años, —seno que el primer latido de amor aún no consiguió agitar misteriosamente—. Caeré allí como en su nidal la paloma, y al choque de mi enroscado cuerpo, el cuerpo inocente se estremecerá de indefinible emoción. El golpe sordo de la serpentina rosa retumbará en el alma nueva, en el capullo de alma. ¡Ah! Que no tarden en arrojarme al aire… Que llegue pronto mi vez».

Y la vez no llegaba. Serpentinas verdes, amarillas, bermejas, azules, volaban desenroscándose al dirigirse al blanco, y se entretejían en aérea red, suspensas de los balcones, enganchadas en las ramas desnudas de los árboles, desgarrándose en los picos de latón de los faroles. Del fondo del cesto no lograba salir la serpentina rosa.


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Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Ninfa

Rubén Darío


Cuento


Cuento parisiense

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.

Alguien dijo: —¡Ah, sí, Fremiet! —Y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:

—¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpió:


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4 págs. / 7 minutos / 436 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Obra de Arte

Antón Chéjov


Cuento


Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Puñalada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso que sólo llevan los amantes.

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como Onofre.

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:

—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la cabeza!


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5 págs. / 9 minutos / 231 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

1819202122