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El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Camino Hacia el Sol

Abraham Valdelomar


Cuento


Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.

I

Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:

–Viracochay...

Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.

–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!


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Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Cerezo

José Fernández Bremón


Cuento


—Cuando Pedro era un chiquillo, le dijo su abuelo: «Hoy que es tu santo, planta un árbol en la huerta, y cuando seas mayor, te dará fruto y sombra y será una propiedad». Perico, que era un chico obediente, plantó un cerezo, y lo regaba y cuidaba con esmero, pero era un desgraciado.

—¿Se secó el árbol?

—Al contrario, prosperó como ninguno; y dio cerezas tan ricas, que el padre del muchacho hizo con ellas un regalo al alcalde: al año siguiente Perico no las pudo probar porque cayó soldado: cuando volvió a su pueblo, después de rodar por el mundo muchos años, era casi un viejo, y nunca pudo evitar que los muchachos se le comieran la fruta antes de estar madura.

»Quiso un año defenderla, y los mozos del lugar le dieron tal paliza, que quedó baldado para siempre: los mozos que le baldaron, todos llevaban varas del cerezo que plantó.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Collar de la Princesa

Alejandro Larrubiera


Cuento


Los ojos de la hermosa princesa Brisamor son como esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro.

Los ojos de la hija del rey Amaranto jamás han sido empañados por el pesar.

Desconoce lo que es padecer, y su vida es como la de esos riachuelos del país del Encanto, que se deslizan plácidos entre riberas cuajadas de flores, sin que el espejo movible de sus aguas copie el negro nubarrón de las tempestades: el cielo que copia es eternamente azul, sonríe eternamente.

Todo cuanto rodea á Brisamor es azul y risueño: ni la más ligera nubecilla, formada por el desencanto ó la contrariedad, ha ensombrecido el espejo de su alma inocente.

Ni aun Eros, la más tiránica de las divinidades, ha sido huésped enojoso, como lo es casi siempre que se alberga en los humanos corazones: Brisamor se ha casado enamorada de su primero y único pretendiente, el príncipe que para galán hubieran soñado las más románticas princesas.

Todo sonríe en el camino de flores y de venturas que el destino ha trazado á la gentil y hermosa hija del rey Amaranto.

Sus ojos, del color de las esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro, jamás han sido empañados por el dolor, antes por el contrario, de día en día es su brillo más intenso: que la alegría de vivir es antorcha prodigiosa para iluminar las pupilas de los mortales.


Ha llegado á la corte de Amaranto un viejo estrambótico llamado Alfa, que cubre su esquelético cuerpo con una arlequinesca hopalanda bipartida: rosa y negro son sus colores, y la caperuza con que se cubre es de un tejido de oro que deslumbra.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Condenado por Otro

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día Jacobo el albañil trabajaba con gusto; la víspera había comido mucha carne y bebido en abundancia, así es que sentía exceso de fuerza y desusada facilidad de movimientos; además, el recuerdo de una discusión política que había tenido con Blas el Largo, tabernero conservador, daba vigor a su brazo, pues cada vez que recordaba los argumentos de su amigo, respondía mentalmente, derribando de un piquetazo un trozo de pared:

—Tú eres albañil y me comprendes —le había dicho Blas—, se ha destruido mucho y hay que edificar.

Y Jacobo descargaba con ira la piqueta contra el viejo paredón, pareciéndole que echaba abajo una antigualla a cada golpe. Ya había convertido en cascote altar, trono, milicia, capital y burguesía, que consideraba como el ripio y la armadura carcomidos de una sociedad apuntalada, cuando el pico de hierro dio en un vano y estuvo a punto de perder el equilibrio.

Se había llevado muchos desengaños con esos nichos o escondites que se encuentran al derribar las casas viejas; en uno había hallado suelas de zapatos, y en el más interesante el esqueleto de una criatura; pero aquel piquetazo en hueco no era como otros: le pareció haber lastimado un organismo sensible, como si la pared tuviera entrañas; introdujo el pico de hierro suavemente en la cavidad que había hecho, la agrandó con precaución, y al retirar la herramienta salió por aquel boquete un chorro de onzas de oro, y le pareció que gemían al caer.

Quedose Jacobo más pálido que las onzas; miró a todos lados, y asegurándose de que nadie le veía, recogió el dinero en sus bolsillos, y siguió trabajando hasta ocultar la boca de la mina.

Aquella noche, después de emborrachar con su mujer al guarda de la obra, sacó el resto del tesoro, y antes de que amaneciera, Rosa y Jacobo habían guardado bajo los ladrillos de su alcoba dos mil onzas de oro, después de contemplarlas con deleite.


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Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Diablo Submarino

José Fernández Bremón


Cuento


Plencia es un pueblecito situado a corta distancia de Bilbao: su playa de arena está limitada por dos muros de roca a derecha e izquierda que forman un boquete por cuyo fondo se ve cruzar a lo lejos algún buque: la playa tiene tan poquísimo calado, que cuando baja la marea el agua se aleja y habría que ir en busca del mar para llegar a su orilla: nunca vi una barca en aquel puerto seco, a donde llega el Cantábrico como una delgada lengua de agua que lame la arena endureciéndola. Plencia tiene vistas al mar, pero no tiene puerto.

En aquella playa tomé baños de agua y arena hace ya muchos años: allí conocí a un marinero retirado, hombre de unos cincuenta años de edad, a quien los médicos habían enviado, no a tomar las aguas, sino el aire salitroso de mar: llamábase Tiburcio.

—¿No se baña usted? —le pregunté una tarde por entablar conversación con aquel hombre, a quien encontraba siempre cerca de la única casilla en forma de garita de centinela que había entonces en aquella playa.

—No, señor —respondió gravemente—, me he bañado tantas veces sin gana, que he perdido hasta las ganas de lavarme. Los médicos me han recetado aire y vengo a respirar; y crea usted que no todos conocen el valor de esta medicina como yo.

—¿Siente usted alivio al respirar?

—He contenido tantas veces el aliento, que aprendí a saber lo que vale una buena bocanada de aire puro.

—No le entiendo a usted.

—He sido buzo. Y créalo usted: no hay trago de vino ni aguardiente tan sabroso como un sorbo de viento, después de haber estado uno sumergido bajo el agua.

—Mal sitio ha elegido usted para bucear, aquí donde es preciso hacer un viaje mar adentro para encontrar fondo.


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Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Dios de las Batallas

José Fernández Bremón


Cuento


Ello era que algo habíamos de adorar, después de derribado el culto católico o de estar por lo menos arrinconado en ciertas conciencias retrógradas o en el oratorio de algunas viejas tenazmente devotas. La elección de dioses ofrecía muchas dificultades: unos opinaban que se adoptase la religión de Zoroastro, pero rechazaron el culto del fuego todas las compañías de seguros contra incendios. El buey Apis ofrecía la ventaja, para un año de hambre, de poder aparecerse en forma de roast beef a sus devotos; pero tenía el inconveniente esta divinidad de verse expuesta a la mayor de las irreverencias si alguna vez encontrase a la traílla de la plaza. Recordando que los pueblos habían doblado la rodilla ante ciertos vegetales, un cocinero francés propuso el culto de la trufa: su voz fue ahogada por los partidarios del tomate y la cebolla. Un tribuno desgreñado, amenazando al cielo con los puños, aseguró que el hombre debía adorarse a sí mismo: su teoría mereció la reprobación de las mujeres. En fin, buscando dioses nuevos, sucedió lo que sucede con las formas de los trajes y las formas de gobierno: volviose la vista al pasado y decidieron los hombres elegir tres divinidades en el Olimpo, dejando a la libertad individual la creación de los dioses menores y los héroes. He aquí los númenes que obtuvieron mayoría.

Marte: fue votado por todos los hombres, exceptuando los miembros del Congreso de la paz y algunos generales.

Venus: sólo tuvo una leve oposición por parte de las feas.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Don Juan

Benito Pérez Galdós


Cuento


«Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.

¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.


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Publicado el 26 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Esclavo

Arturo Robsy


Cuento


Cuando aquel hombre llegó parecía asustado de veras. Todos nosotros teníamos pintada la alegría en el rostro, por eso lo mustio de su expresión adquirió un tono grave y burlesco por la comparación. Todo era extraño en él menos los ojos. Estos brillaban a intervalos, eso sí, pero contraponían una santa gota de calma a la nota crispada de su cara.

Dos de nosotros, que jugaban enfrascados a los naipes, completaron la ilusión exclamando algo sobre una jugada.

Luego todos callamos.

Don Martín advirtiendo el raro efecto que nos había causado su insólita aparición, vino hasta la mesa y se sentó aparentando una perfecta normalidad. Durante unos segundo se oyeron los ruidos del silencio y después fueron reanudándose las conversaciones, primero con graves todos, que fueron tornándose en las timbradas voces de todos conocíamos.

Entonces, sólo entonces, don Martín habló:

—¿Qué les ha sucedido cuando me han visto entrar? Parecía como si algo les hubiese detenido la lengua.—se detuvo y sacó rápidamente un espejito que reflejó su imagen. Sonrió. —Comprendo ahora que mi figura no acabe de ser del todo natural. Sin embargo, ¿es eso bastante para hacer callar a toda la tertulia?

Nadie contestó. Notábamos como si efectivamente "algo" nos impusiera su presencia. Callamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—¿No comprenden? —continuó transfigurado Don Martín— ¡Tienen que ayudarme! Es necesario que ustedes me convenzan de la realidad de lo que vivimos en estos momentos. Es necesario que yo pueda separar el sueño y el mundo, y el mundo de mí mismo.

En efecto no comprendíamos aquello. Sólo dedujimos que Don Martín estaba terriblemente excitado, casi al borde de una crisis nerviosa.


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Licencia limitada
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Publicado el 15 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fugitivo de Guadalete

José Fernández Bremón


Cuento


Era el mes de diciembre del año 711. Se acababa de recibir en Toledo la noticia de la derrota y muerte de don Rodrigo en las orillas del Guadalete. La consternación era grande; se ponderaba en Toledo la muchedumbre de los moros, sus armas, su fortaleza y el valor de sus caudillos. No participaban, sin embargo, del espanto popular los nobles, bien enterados de las intrigas políticas de aquel tiempo. Para unos, la muerte de don Rodrigo era un cambio de reinado, favorable para sus intereses; otros sabían más, los tratos del partido de los hijos de Witiza con el invasor, es decir, lo que hoy se llamaría una coalición de moros y cristianos para destronar a don Rodrigo.

Algunos señores godos comentaban y celebraban las noticias, burlándose de los terrores del vulgo, en una casa de recreo, no lejos de la capital y a orillas del camino, cuando sonaron algunos golpes en la puerta. Un criado anunció poco después que pedía hospitalidad un soldado rendido de cansancio.

—¿De dónde vienes? —preguntó el dueño de la casa.

—Viene de la guerra. Su caballo ha caído muerto de fatiga delante de la puerta.

—¡Que entre, que entre! —dijeron todos, levantándose de sus asientos y dejando los vinos y manjars para saciar el hambre de noticias.

Abriose otra vez la puerta y apareció en ella un soldado, con la armadura abollada e incompleta, todo el cuerpo empolvado y el rostro abatido y descompuesto.

—¿Has asistido a la batalla?

—¿Es cierta la muerte del rey?

—¿Quién manda los ejércitos? ¿Qué caudillo han proclamado?

Y todos le preguntaban a la vez, sin darle tiempo a contestar.

—Ante todo, dadme de beber, que muero de sed y de cansancio.

Los nobles le presentaron sus copas, esperando con ansia las palabras del soldado. Éste se repuso vaciando algunos vasos, su rostro se coloreó, y luego dijo con voz triste:


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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