Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se
arrancó angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...
Apenas leves, levísimas sospechas, recaían sobre la verdad de la tragedia conyugal de los Martínez.
Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia
de edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y
lindos, ella.
Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez
meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido
decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los
cónyuges.
Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo año de casada.
El amante de Manonga Martínez era el doctor Valle, médico.
Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase
por los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el
doctor Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su
profesión) a Manonga.
Dejaba el doctor Valle su automóvil frente a unas covachas que
lindaban por la parte trasera con el chalet donde vivían los Martínez,
y, con la complicidad de una lavandera que hacía de brígida, penetraba
por los traspatios hasta la habitación de aquéllos.
Encerrábanse los amantes en el dormitorio, y cumplían el adulterio sobre el gran lecho conyugal.
Manonga, precavida, se deshacía con anticipación de la cocinera y de
la muchacha. Para mayor facilidad, veíanse, por ello, a la media tarde.
Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando
estuvo más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía
que correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las
veredas del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el
que su madre estuviera en casa.
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