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La Confesión de un Crimen

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.


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6 págs. / 11 minutos / 264 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

El Banquero Anarquista

Fernando Pessoa


Cuento


Habíamos concluido de cenar. Frente a mí, el banquero, mi amigo, gran comerciante y acaparador notable, fumaba como quien no piensa. La conversación, que había ido apagándose, yacía muerta entre nosotros. Intenté reanimarla, al azar, sirviéndome de una idea que me pasó por el pensamiento. Me di vuelta hacia él, sonriendo.

—Es verdad: me dijeron hace días que ud. en sus tiempos fue anarquista…

—Fui, no: fui y soy. No cambié con respecto a eso. Soy anarquista.

—¡Ésa sí que es buena! ¡Usted anarquista! ¿En qué es ud. anarquista?… Sólo si ud. le da a la palabra cualquier sentido diferente…

—¿Del habitual? No; no se lo doy. Empleo la palabra en el sentido habitual.

—¿Quiere ud. decir, entonces, que es anarquista exactamente en el mismo sentido en que son anarquistas esos tipos de las organizaciones obreras? ¿Entonces entre ud. y esos tipos de la bomba y de los sindicatos no hay ninguna diferencia?

—Diferencia, diferencia, hay. Evidentemente que hay diferencia. Pero no es la que ud. cree. ¿Ud. duda quizás de que mis teorías sociales no sean iguales a las de ellos?…

—¡Ah, ya me doy cuenta! Ud., en cuanto a las teorías, es anarquista; en cuanto a la práctica…

—En cuanto a la práctica soy tan anarquista como en cuanto a las teorías. Y en la práctica soy más, mucho más anarquista que esos tipos que ud. citó. Toda mi vida lo demuestra.

—¿¡Qué!?

—Toda mi vida lo demuestra, hijo. Ud. es el que nunca prestó a estas cosas una atención lúcida. Por eso le parece que estoy diciendo una burrada, o si no, que estoy jugándole una broma.

—¡Pero, hombre, yo no entiendo nada!… A no ser… , a no ser que ud. juzgue su vida disolvente y antisocial y le dé ese sentido al anarquismo…

—Ya le dije que no; esto es, ya le dije que no doy a la palabra anarquismo un sentido diferente del habitual.


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37 págs. / 1 hora, 4 minutos / 623 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Chascuda

Baldomero Lillo


Cuento


La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.

El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.

Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.


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13 págs. / 23 minutos / 819 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Crónicas de Clovis

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Esmé

—Todas las historias de caza son iguales —dijo Clovis—. Con ellas ocurre lo mismo que con las historias de carreras de caballos: son todas idénticas. Y todas ellas, además…

—La historia de caza que quiero contarte no se parece en nada a ninguna otra que hayas oído antes —dijo la baronesa—. Ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo tenía unos veintitrés años, más o menos. Por aquel entonces yo no vivía sola, sino con mi marido, pues ninguno de los dos podía permitirse el lujo de pagarle al otro una pensión de divorcio. Lo cual viene a demostrar que, a pesar de todo lo que se dice en refranes y proverbios, la pobreza mantiene unidas a más familias de las que separa. No obstante, los dos siempre cazábamos en compañía de partidas diferentes. Pero, en fin, dejemos esto a un lado, pues no tiene absolutamente nada que ver con la historia.

—Aún no hemos llegado a la partida de caza. Porque me imagino que todo comienza con la organización de una partida de caza, ¿no es cierto? —dijo Clovis.

—Naturalmente —dijo la baronesa—. Y en ella se encontraban reunidos todos los habituales, en especial mi amiga Constance Broddle. Constance era una de esas mozas robustas y hermosas que uno no puede evitar asociar con el típico paisaje otoñal o con los adornos que se ponen en las iglesias cuando llega la Navidad.

»—Tengo el presentimiento de que algo terrible está a punto de suceder —me dijo aquel día—. Debo de estar algo pálida, ¿no?

»Estaba tan pálida como un tomate que ha recibido de repente una mala noticia.

»—Estás más guapa que nunca —le respondí—. Claro que eso es algo que para ti no entraña dificultad alguna, querida.

»Y antes incluso de que ella hubiese llegado a comprender mis palabras ya nos habíamos puesto todos en marcha, y los perros habían dado con un zorro que se había escondido entre unos macizos de aulagas.


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230 págs. / 6 horas, 42 minutos / 397 visitas.

Publicado el 18 de diciembre de 2017 por Edu Robsy.

La Pluma en el Viento

Benito Pérez Galdós


Cuento


Poe...

Introducción

Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como a dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso a nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina; que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos.

El corral era triste, feo y solitario. Desde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la tapia, el campanario de la iglesia con su remate abollado, a manera del sombrero viejo, la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi moribundo, y las tejas da la casa adyacente, que en días de temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos.

A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.

La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 94 visitas.

Publicado el 20 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Señor

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Capítulo I

No tenía más consuelo temporal la viuda del capitán Jiménez que la hermosura de alma y de cuerpo que resplandecía en su hijo. No podía lucirlo en paseos y romerías, teatros y tertulias, porque respetaba ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad, y sus pocos recursos la impedían, con tanta fuerza como su deber, malgastar en galas, aunque fueran del niño. Pero no importaba: en la calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de precocidad amorosa, húmedos, ideales, encantaba a cuantos le veían. Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen mística, que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual mi genio familiar frecuentaba el templo.

Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la iglesia, transeúntes de todas clases en la calle, no le consumían ni marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sacábanles como un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la gratitud al general cariño, se enardecía en sus instintos de amor a todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que empezara a tener conciencia.


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20 págs. / 36 minutos / 96 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Milagro de San Antonio

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traida en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenia así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o, como decia él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas sí tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residia largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.


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9 págs. / 15 minutos / 160 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Establo de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo —muchos de los cuales lo conocían poco tiempo— mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.


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4 págs. / 8 minutos / 222 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

En el Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse a la mar.

Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama, hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano!

En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.

El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.

Las redes sólo sacaban algas o pez menudo, morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.

Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa: debían en el homo y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, los amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que le había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.

Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.

—A ver si hoy tenéis más fortuna —murmuró la mujer desde la cama—.

En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!


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8 págs. / 14 minutos / 208 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

En la Puerta del Cielo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la gente de Valencia que, en derredor de la mesilla de hojalata, empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.

Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo; pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que él hubiese salido del pueblo.

Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre personas finas.

Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque no caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.

La gente lazaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.

El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:

—¡Esos sí que son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San Pedro.

Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.

Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes; el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.


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4 págs. / 7 minutos / 196 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

1920212223