Historia muy vulgar
¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo
todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin
apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse
de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir
el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.
La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de
la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura;
llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no
renacía.
«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de
repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de
la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que
pudiese.
¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado,
perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde
la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una
bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a
comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».
—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.
—Pero si no tengo ganas le he dicho...
—No importa. Comiendo es como se las hace una.
La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de
entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había
propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle
bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda
ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de
comer, apetito de vivir, a su pobre hija.
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